Ha vuelto la guerra con sus horrores. Se manifiesta con holgura, ese recrudecimiento de las acciones armadas que oscurecen el horizonte del arduo trabajo para la finalización del conflicto armado que se había iniciado después de la firma del Acuerdo de Paz.
Habíamos escuchado voces que nos recordaban que necesitaríamos varias generaciones para poder fraguar un país que superara el marcado odio que hemos acumulado y que continúa bordeando nuestras emociones, dando sus puntadas finales para hacer trizas la incipiente tranquilidad conseguida. Ahora vemos que realmente es así.
Los que toman las decisiones son los que idolatran el conflicto armado. Encontraron la excusa perfecta con la retoma de armas que hicieron los desertores de la paz y que, a los pocos días de su enunciación, ha llevado a que se muestre con angustia y espanto, eso que hemos visto a diario desde hace más de 50 años: amenazas, persecuciones, combates, atentados, heridos y asesinatos.
Pululan las fuerzas de la muerte, saliendo de los escondites en donde estuvieron ocultas, imponiendo su ley, marcando la agenda, actualizando su discurso.
Entramos en un estado de negación donde se enajenará nuestro impaciente sosiego para verlo transformado en la depredación a la que tan acostumbrados estamos: nos negamos a ser un país dónde la paz sea el primer paso para el diálogo; dónde disentir no sea una sentencia de muerte; dónde la diversidad sea la oportunidad de ajustar nuestras emociones, sentimientos y pensamientos para la construcción de una comunidad estable y duradera que sólo unos pocos añoramos y que, lamentablemente, no se dejará ver pronto.
Estamos diciendo NO para continuar en el ejercicio espantoso de la desaparición.
Recordé con profunda tristeza aquel 2 de octubre de 2016 y siento que la desesperanza me arropa nuevamente. Y esa vez como ahora, solo atino a pensar, como lo pensara Bernardo Salcedo en su pieza de 1970 Primera lección, que ya no tenemos nada que simbolizar y por lo tanto, no tenemos país, no tenemos patria, no tenemos comunidad.
Serán las lágrimas, que se desplazan de norte a sur y de oriente a occidente, las que guíen el enmudecido y entumecido eco que nos revierte el medio masivo de comunicación noticiosa; y como lo he expresado varias veces desde esta distopía, sólo malviviremos para agarrar pequeñas migajas de sosiego dentro de la destrucción, esperando que lo poco que queda pueda darnos lo mínimo para resistir.
Que lo que esté por venir permita superar esta brutal arremetida negacionista, es lo único que podremos seguir añorando. Contener y conjurar el pico de horror que se desbordó, es lo que necesitamos.
Intentemos superar nuestro destino con un esfuerzo máximo por la no repetición. Es el momento de la negación de la guerra.
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 12 SEP 2019