No seré el único que escriba sobre la expresión libre a la que tenemos derecho como ciudadanos, y menos, en estás últimas semanas de comentarios rápidos, “sin filtro” –como ya tan acostumbrados estamos con estas “redes” que se sobreactuan llamándose a sí mismas como “sociales”- de unos comunicadores y funcionarios públicos, y que con horror, vemos que pueden ser casi todos, tratando de instruirnos y de aleccionarnos sobre lo que está permitido decir, lo que está permitido expresar en esta nueva administración de la “legalidad y la equidad”.
Se está construyendo una importante alerta que no debemos dejar de lado. Por eso me sumaré a esas voces que recuerdan, insisten y advierten que, aunque podemos cuestionar los modos y procesos de actuación de un gobierno –ese es el ejercicio del diálogo y el debate: expresar para persuadir, siendo veedores de la democracia-, no podemos censurar y menospreciar a aquellos que no comparten nuestros ideales e ideologías.
Pasamos de hechos aislados a una política de estado: funcionarios que han intuido que su función es hacerle ver a los que no concuerdan, a los que manifiestan su descontento y preocupación, qué es lo que hay que pensar, qué es lo que hay que decir, cuál es la historia que hay que contar, cuál es el relato que hay que seguir.
Y con el paso de los meses (6 meses de hacer trizas, con paciencia y constancia, los Acuerdos) se está instalando ese particular relato que ya conocemos y del cual queremos salir: el relato de muerte que llega con el señalamiento y el desplazamiento: esta censura nos lleva al detenimiento y al silencio. La distopía del terror y el horror parece que asoma, parece que se aproxima.
Recordemos que en el esfuerzo del diálogo después de una guerra, donde no es fácil ofrecer arrepentimiento y recibir perdón, se construye comunidad y se hace, nuevamente, la repartición de lo sensible, como muy bien nos lo cuenta Jacques Rancière.
Y es que después de habernos odiado y matado, expresar nuestras incorformidades e incomodidades, nuestros disensos con el poder de la palabra, es la mejor oportunidad para reconocer y reconocernos en la diferencia; y con la diferencia, construir otras comprensiones y consensos que nos permitan estar en un lugar común, compartiendo comunidad, compartiendo multitud.
Considerar que este lugar común que se puede construir en este justo momento, después de los casi 50 años de tomas, atentados, secuestros, “bajas” y asesinatos, es una utopía, da mucha aprensión. La expresión, nuestra expresión que se está viendo asediada, una vez más para ser sumada a esa particular “historia” que lucha por imponerse en favor de garantizar nuestra “seguridad”, no puede ser acallada.
Reconocer en la expresión ética y responsable el mayor valor de un estado, el mayor deber de un ciudadano, es reconocer que la democracia pasa por no estar de acuerdo y por disentir. Si perdemos la expresión, perdemos nuestra comunidad, nuestra historia, nuestra vida.
¿Cuántas palabras más tendrían que morir para que entendamos que con voces acalladas no estamos construyendo este país?
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 14 FEB 2019