Aparecen, casi por arte de magia y como si no se quisiera la cosa, pequeñas notas periodísticas sobre la “creciente” inseguridad que un grupo específico de ciudadanos agremiados presenta y que, según ellos, afecta el desarrollo de sus negocios.
Buscan con estos comentarios sueltos, construir un relato también específico, que les permita actuar en la defensa de sus intereses y con ello, acceder a las herramientas de “seguridad” que al parecer el Estado no provee.
Es tan recurrente en nuestro país el resultado de este relato, que algunos medios de comunicación masiva y columnistas han venido alertando de las nefastas consecuencias que se producen por sólo decir que estamos atravesados por una ola de inseguridad.
Puede ser que nuestra percepción de seguridad, esa que se alimenta con los conteos caprichosos de esos mismos medios de comunicación masiva, haya decrecido hasta el nivel de sentirnos inseguros en campos y ciudades. Pero después de un proceso de diálogo, que llevó a la firma de un acuerdo de paz que ha permitido que hospitales y cementerios estén libres de las pesadas huellas de la guerra, no deja de preocupar el que se quiera insistir en el relato de la inseguridad.
Porque preocupante es que, sin ni siquiera un suspiro, este Estado insensible no preste la más mínima atención a las tristísimas, absurdas y peligrosas muertes de los líderes sociales, esos que sí trabajan por la paz y la reconciliación de este maltrecho país; para sí atender, sin querer queriendo, a esos llamados agremiados que adoctrinan por una idea de seguridad “privada” que llenará nuestra existencia de la más perversa inseguridad.
No es la primera vez que asistimos, lelos, a la creación de la barbarie. No es la primera que vemos como la muerte acaba con nuestras seguridades. No es la primera vez que vemos emerger la distopía. Por eso, no podemos aceptar, tácitamente, la perdida de nuestra libertad y de nuestro bienestar, sólo porque otros se sienten inseguros.
No quiero volver a estar en un país en el cual el terror sea la norma que garantice el privilegio de tener réditos por realizar una determinada actividad económica. No quiero estar en un país donde el privilegio de unos pocos sea tener el control y usufructo de la tierra.
Quiero estar en un país donde la equidad defina sus acciones, donde podamos disfrutar de su diversidad y donde disentir sea el primer paso para la construcción de comunidad.
Inseguridad es ver como un país se despedaza poco a poco por la reiteración de las inequidades. Es sentir que a todo momento nuestras vidas corren peligro porque la “seguridad privada” toma la decisión de lo que es y lo que no es. Es conocer cómo se justifica, cómo justificamos, todas las perversiones incunables de los humanos para satisfacer ideologías destructivas.
Es espantoso, por no decir otra cosa, cómo se construyen los relatos que justifican el fascismo y cómo se validan, primero tímidamente y después, con la más abominable “franquesa”. Así sucedió antes de la Segunda Guerra Mundial; así sucedió en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX. Y así, “al parecer”, está sucediendo en la Colombia de la primera mitad del siglo XXI.
No dejemos que la inseguridad haga de nosotros los cómplices perfectos para la destrucción de la poca comunidad que aún nos queda. Aferrémonos a ese leve suspiro de diálogo que pervive para continuar en la titánica labor de encontrar la seguridad de estar juntos; para no terminar siendo cada vez más in-sensibles.
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el O7 FEB 2018