Solemos manifestar nuestras frustraciones buscando elevar nuestra autoestima. Este es un gesto de distracción que ayuda a canalizar el enojo que aparece cuando somos obligados a dejar de lado nuestros caprichos.
He estado pensando recurrentemente en esto, desde que se votó la consulta popular con las famosas 7 preguntas –7 veces sí– que intentaban enviar algún tipo de mensaje a una, cada vez más, confundida clase política que pareciera ya no saber muy bien como ganarse las voluntades de unas personas, que por fin (¿por fin?) estuviéramos despertando de la pesadilla de saber que eso que llamamos con mas fuerza “nuestros impuestos”, se diluyen en lo que conocemos como corrupción.
Mi pensamiento sobre la corrupción cae en leer todas las semanas las noticias y las opiniones, que repiten hasta la saciedad, que esta malformación comportamental irrumpe sin cesar en todas las esferas de una sociedad; y también en pensar que muchas de las miles de acciones que realizamos día a día, están permeadas por esta manera tan propia de actuación, que nos persigue sin piedad y sobre todo nos recuerda que aunque aparentemos somos incólumes ante esta malformación, estamos a merced de sus vaivenes.
En los últimos días, me he enfrentado con situaciones que me han hecho recordar que, evidentemente, no somos incólumes. En los gestos más mínimos se esconden siempre verdades que permiten reconocer que las actuaciones que aquejan el funcionamiento de un estado, por ejemplo, se forman en el grado de permisividad con el cual aceptamos que las pequeñas normas con las que interactuamos unos a otros, se redirijan a favorecer a alguien. Y esto sucede muy a menudo cuando se usa el tan maltratado verbo colaborar.
No es más que escuchar alguna conjugación de este verbo para intuir que el que lo menciona está buscando algún tipo de favorecimiento específico. En el ambiente burocrático escolar, por el que me muevo últimamente – los envidiosos dirán que estoy formateado en un cuadrado, deformado en un triángulo que siempre vuelve a su forma circular–, es usual recibir visitas y mensajes de todo tipo solicitando mi “colaboración” para que ese asunto que sobrepasa los limites de lo establecido, tenga un trato especial, preferencial, para que pueda seguir su trámite sin ningún atisbo de demora y negación. Y muchas veces, como lo decía al inicio, al expresar las mágicas palabras que ponen en orden los limites establecidos, aparece el enojo que busca ordenar la maltrecha autoestima de quien no recibió la tan anhelada colaboración.
Creo que esta es nuestra costumbre: enojarnos porque no se cumplen nuestros caprichos. Queremos que las normas se cumplan, pero solo para los demás, pues buscamos que ellas se adapten a nuestras emociones y sentimientos. Si hoy amanecimos enfermos, esperamos que las normas se comporten como nuestra enfermedad, y nos esperen hasta que nos sintamos mejor.
No soy el único que piensa que esta malformación comportamental nos afecta como sociedad. Adolfo Zableth también lo hizo en su columna publicada en el periodo El Tiempo el 1 de septiembre de 2018.
Cuando terminé de leerla, recordé un sin número de ejemplos que he conocido, en los cuales se muestran que personas que viven en otras latitudes no suelen tener la costumbre que nosotros tenemos aquí de rogar –y si el ruego no funciona, de enojarnos– porque encontramos la puerta del salón cerrada al llegar tarde a clase –¡Nos están negando el derecho a la educación!; cuando el plazo para recibir el documento ha vencido –¡Psicorrígido!; o cuando se busca presionar abusando de la jerarquía –Solicito su colaboración.
Creo que ahora, cuando ser corrupto pareciera estar de moda, es urgente atizar más los límites y subirlos, a lo South Park en su capítulo “Subiendo los niveles”, para cumplir con lo que nosotros hemos acordado como normas para nuestra sociedad, pues es ella la que termina tolerando la malformación de sus comportamientos. Sí, no más que eso, cumplir. ¿Es mucha psicorrigidez?
*Publicado originalmente en lapipa.co el 06 SEP 2018