La primera vez que leí la palabra empoderar tuve una pequeña desazón: no lograba comprender muy bien su sentido y su lectura no me generaba empatía. Desde la época escolar sólo había estado relacionado con la palabra poder –de la que ya tenía una construcción semántica que me garantizaba legibilidad en su uso- y la irrupción de esta nueva palabra, me hizo arañar esfuerzos de compresión que muchas veces no fructificaron. De hecho, llegué a considerar que se debería hacer una campaña para evitar su uso; campaña que se convirtió en enojos airados cuando escuchaba o leía esta palabreja.
Posteriormente pude constatar que esa palabra, en su acepción actual proviene del vocablo inglés empower –como lo reconoce el diccionario de la RAE- y de esta lengua recoge su sentido (empowerment) de reivindicación y de tener autoridad para tomar decisiones o para actuar.
Y en este punto me gustaría detenerme un poco, ya que siento que en nuestras relaciones diarias se presentan malcomprensiones con los usos (y abusos) de la palabra “poder”, las cuales no están alejadas de las semantizaciones que se generan al usar la palabra “empoderar”; y también, por la confusa relación que heredamos de las “posibles” manifestaciones del poder y de nuestra particular manera de relacionarnos con él, que hace que unas personas piensen con estulticia y malquerencia, por ejemplo, que todos los que asumen cargos de dirección lo hacen porque “están detrás del poder”, olvidando que estos cargos de dirección casi nunca se quieren asumir, precisamente, por el temor que produce la sola idea de tomar una decisión o de simplemente organizar o liderar.
Del poder todos hablan pero pocos saben como ejercerlo. Queremos que el poder se manifieste sin desvaríos, pero sólo en los casos en los que las decisiones que se tomen sean cercanas a las ideologías que defendemos. Si no es así, se trata por todos los medios posibles (esa contradictoria idea de juntar “todos los medios de lucha”) de hacer ver –o expresar siguiendo lo que nos propone la ya vieja idea de la posverdad- que el que ejerce el poder lo hace, sólo para denostar mi postura, para acallar y destruir las posibles relaciones que se dan entre un grupo de personas, en una institución, en un país.
También es cierto que, en algunos casos, el sólo ejercicio del poder –esa toma presuntiva de decisiones- lleva (lo podemos decir así) a empoderar al que lo ejerce, tornándolo un déspota, puesto que se piensa que estar en el poder es acumular ventajas y privilegios particulares y egocéntricos, pero no dirigir o agenciar. De ahí que también nos hemos acostumbrado a frases del tipo “el que manda manda, aunque mande mal”. Este tipo de ejercicio que se presenta cuando el que detenta el poder lo usa para la búsqueda de ventajas y privilegios, es el más nocivo que podamos conocer, puesto que socava la estructura de confianza en la que se basa nuestra cohesión como comunidad.
Lo que debemos pensar es que el poder es una facultad que nos permite adquirir conocimientos sobre las relaciones que se derivan del rol que estoy ejerciendo, ya sea este como ser humano, hijo, hermano, padre, profesor, secretario, rector, juez, presidente o fiscal, para no dejar por fuera de nuestra atención, la perversa defraudación a nuestra confianza que se nos presenta con las innombrables acciones que rodean al “actual Fiscal General”.
Y es con los conocimientos adquiridos que se puede, en lo más profundo de mi individualidad, considerar las opciones y posibilidades que emergen de las facultades dadas, discernir y así tomar una decisión. Es importante tener presente que las facultades que nos son confiadas, pueden ser usadas positiva o negativamente, como cuando se decide con autoritarismos; y que el conocimiento que adquirimos en cada uno de los roles que ejercemos, nos permiten crear los criterios necesarios para cuidar de nuestras acciones.
Hay que sacudirnos de la corrupción (semántica) que se ha instaurado en la palabra poder, y volcar en ella el sentido de la responsabilidad, ya que el poder sólo es poder cuando se ejerce, y en su ejercicio, se debe buscar siempre la impecabilidad de nuestras acciones. Si somos responsables de nuestra acciones, tendremos el “poder” y por tanto, las facultades necesarias, para hacer las exigencias que se requieran, exigencias que en un país como Colombia, son muchas.
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 29 NOV 2018