A las diferentes vicisitudes que se suman cada semana a este aislamiento en el que estamos, hay uno en específico que causa discusiones y debates de gran intensidad en muchas instituciones de educación superior, y tiene que ver con la urgencia, oportuna o no, de mudar las clases de una modalidad presencial a una modalidad casi que inédita: el acceso remoto.
Los argumentos a favor y en contra se mueven en un gran espectro. Inician con un numeral que invita a no entrar a clases de acceso remoto (#yonomeconecto) hasta que sean garantizadas las condiciones de conexión a un buen número de estudiantes que, por sus realidades económicas y sociales, no lo pueden hacer; y, para colmo, los planes del gobierno por resolver este conflicto y llevar alternativas de acceso a Internet móvil para las comunidades por fuera de los grandes centros urbanos, han sido demoradas, desfasadas y desastrosas, como se puede ver en la cuestionada Ley de modernización de las TICs y en la subasta del espectro de frecuencias bajas.
Siguen con varios llamados escritos y audiovisuales que abogan por estar atentos a las condiciones cambiantes de la educación, y por ello, a ser flexibles –tanto profesores como estudiantes- para adaptarse a nuevos formatos, y también, a ser consecuentes con las exigencias que se derivan de este acontecimiento, y en ese caso, de atender el llamado de la “historia” que se presenta para garantizar la continuidad de ese gesto educador que siempre hemos tenido.
En discusiones como estas hay que reconocer que nadie, con certeza, está equivocado. Las voces a favor o en contra del acceso remoto para esas clases que usualmente se hacen en espacios físicos que conocemos como salones, laboratorios o auditorios, muestran los matices y las condiciones que subyacen a las acciones de enseñanza-aprendizaje.
Todas las modalidades, presencial, distancia, virtual o de acceso remoto, son excluyentes, nunca abarcan a todos los integrantes de una comunidad, y en su accionar, movilizan y transforman a las comunidades, garantizando aperturas a nuevos conocimientos y comprensiones sobre el mundo mismo, en beneficio –en la mayoría de los casos- de la sociedad en general.
En las acciones del enseñar-aprender se resumen las apuestas de lo mejor y lo peor que tiene para ofrecer cada sociedad, y en esta oferta, se atraviesan un sinfín de posturas, ideologías y conceptos que hacen de este campo, uno de los de mayor vitalidad discursiva.
Se puede ver, por ejemplo, cómo en sociedades autoritarias, las acciones educativas están destinadas a fortalecer una única versión hegemónica, y en el peor de los casos, son prohibidas por el carácter revelador que produce en los individuos.
También, que en sociedades que apoyan con fortaleza lo educativo, evidencian el empuje que produce un mayor conocimiento en la construcción de ventajas y alternativas para la prosperidad, o el “buen vivir”, de una comunidad.
Lo cierto es que, desde el momento en que se desarrolla cualquier técnica, aparece la necesidad de transmitirla a otros, y con ella, se crea la educación. Ahora, se muestra una vez más que, para las comunidades humanas, la enseñanza y el aprendizaje es una de sus mayores fortalezas y, por lo tanto, no la podemos dejar de lado con mucha facilidad.
En acontecimientos por el que actualmente pasamos, es donde vemos con claridad la importancia de la compresión real de las acciones educativas, y con ellas, la relevancia de mantener siempre, una sola conexión: el estar junto, el estar juntos. Cuando estamos juntos y juntamos esfuerzos, certezas y experiencias, podremos enseñar y aprender maneras y alternativas que nos permitirán comprender que es lo que nos está pasando y como podremos superarlo.
Y eso es lo que estamos haciendo, dentro y fuera de casa, compartiendo y transmitiendo recetas, tutoriales, reflexiones –formales e informales-, para unos pocos o para muchos, en privado o público, análoga o digitalmente. ¿Estamos mostrando así la necesidad de conectarnos como personas y no como “rol” de un sistema educativo?
Por eso, y paradójicamente, las dos posturas que están en el espectro del #yonomeconecto y del #yomeconecto, permiten reconocer lo trascendente que es la educación para nosotros y ver con ello, cuáles son sus debilidades y fortalezas, y cómo la podemos seguir haciendo más incluyente, más equitativa.
Entonces, ¿me conecto o no me conecto? Esa es la cuestión.
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 23 ABR 2020