Archivo de la categoría: Ambientes Distópicos

Ambientes distópicos: Negación

Cada semana asoma por este país de sagrados corazones, circunstancias reveladoras que se suman a las ya develadas, y que sólo indican que el relato dominante de estos próximos años será, ese de la “restauración uribista”, como lo escribiera Ricardo Silva en su columna del pasado viernes en El Tiempo.

Ahora la mediación informativa abandona los inagotables escándalos de corrupción y las infidencias del fiscal, por poner algunos ejemplos, para posicionar, en una vuelta de cuerda, nuevas puntadas a la estratégica profecía de la guerra civil de la que no queremos salir: voces que llaman a declarar la inconveniencia de la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz; nombramientos de reconocidos académicos en el Centro Nacional de Memoria Histórica que, como lo recuerda Daniel Pacheco en Twiter, descalifican a los que piensan diferentes a él; y para sumar un poco más, los desafortunados proyectos de ley que se anuncian para censurar las clases en colegios que se salgan de los relatos oficiales que se quieren instituir.

No se puede decir otra cosa diferente a que vivimos en distopía, especialmente en este país en el que decidimos nacer. Pero como todo en el mundo, de derechas y de izquierdas, de buenos y malos, de ricos y pobres, alguno que otro dirá que no, que lo que se aproxima es la realización de la mayor utopía de todos los tiempos, el mayor logro después de 200 años de historia republicana, la condensación de años y años de virulentos universales, queriendo así, que se adhieran a nuestros huesos, “duelale a quién le duela”, esas maneras de hacer ver el mundo.

Y como nuestra atención volátil gravita sin control, cuando menos lo esperamos, estaremos malviviendo –como ya lo hemos hecho-, sumados en el mutismo salvador, viendo como despedazan lo poco que queda de ese monumental esfuerzo de querer vivir en paz.

Por eso es importante construir el relato, modificar los hechos, perder la historia, alebrestar los odios y narrar este mundo colombiano de la manera que se quiere que sea –y una vez más “duelale a quién le duela”; afinando el dogma, construyendo los ritos, moviendo los hilos, sancionado la impureza. Por eso es importante, llegado el caso, negar los hechos, negar las realidades; y proponer “hechos alternativos”, “realidades infladas” (con metodologías nuevas somos menos pobres).

No es la primera ni la última vez que pasa. Si revisamos la historia, podemos ver con insistencia, cómo es que unos dicen que los otros no son, cómo se aniquilan idiomas, cómo se impone –la letra con sangre entra- ideas e ideologías a los que no son como nosotros. Así seguiremos, no lo pongamos en duda, porque así somos.

Lo triste, para no decir más, es que ni alcanzaremos un año de ilusión, ni alcanzaremos a ver esa sugerente idea de vivir en paz lo suficientemente desarrollada para compararla con la versión guerrerista que tenemos por defecto. Ya estarán en nuestros días los signos que hemos aprendido a reconocer y que nos dictarán las maneras y modos con los que debemos actuar. Ya estarán, ya estaremos envueltos en su accionar ambiental.

Y lo utópico es, como la misma historia nos recuerda, es que estos avatares negacionistas no duran mucho, no duran para siempre. Ya vendrán pues esos signos que nos indicarán que lo aprendido y asimilado, tomará el rumbo que se le fue negado.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 21 FEB 2019

Ambientes distópicos: Expresión

No seré el único que escriba sobre la expresión libre a la que tenemos derecho como ciudadanos, y menos, en estás últimas semanas de comentarios rápidos, “sin filtro” –como ya tan acostumbrados estamos con estas “redes” que se sobreactuan llamándose a sí mismas como “sociales”- de unos comunicadores y funcionarios públicos, y que con horror, vemos que pueden ser casi todos, tratando de instruirnos y de aleccionarnos sobre lo que está permitido decir, lo que está permitido expresar en esta nueva administración de la “legalidad y la equidad”.

Se está construyendo una importante alerta que no debemos dejar de lado. Por eso me sumaré a esas voces que recuerdan, insisten y advierten que, aunque podemos cuestionar los modos y procesos de actuación de un gobierno –ese es el ejercicio del diálogo y el debate: expresar para persuadir, siendo veedores de la democracia-, no podemos censurar y menospreciar a aquellos que no comparten nuestros ideales e ideologías.

Pasamos de hechos aislados a una política de estado: funcionarios que han intuido que su función es hacerle ver a los que no concuerdan, a los que manifiestan su descontento y preocupación, qué es lo que hay que pensar, qué es lo que hay que decir, cuál es la historia que hay que contar, cuál es el relato que hay que seguir.

Y con el paso de los meses (6 meses de hacer trizas, con paciencia y constancia, los Acuerdos) se está instalando ese particular relato que ya conocemos y del cual queremos salir: el relato de muerte que llega con el señalamiento y el desplazamiento: esta censura nos lleva al detenimiento y al silencio. La distopía del terror y el horror parece que asoma, parece que se aproxima.

Recordemos que en el esfuerzo del diálogo después de una guerra, donde no es fácil ofrecer arrepentimiento y recibir perdón, se construye comunidad y se hace, nuevamente, la repartición de lo sensible, como muy bien nos lo cuenta Jacques Rancière.

Y es que después de habernos odiado y matado, expresar nuestras incorformidades e incomodidades, nuestros disensos con el poder de la palabra, es la mejor oportunidad para reconocer y reconocernos en la diferencia; y con la diferencia, construir otras comprensiones y consensos que nos permitan estar en un lugar común, compartiendo comunidad, compartiendo multitud.

Considerar que este lugar común que se puede construir en este justo momento, después de los casi 50 años de tomas, atentados, secuestros, “bajas” y asesinatos, es una utopía, da mucha aprensión. La expresión, nuestra expresión que se está viendo asediada, una vez más para ser sumada a esa particular “historia” que lucha por imponerse en favor de garantizar nuestra “seguridad”, no puede ser acallada.

Reconocer en la expresión ética y responsable el mayor valor de un estado, el mayor deber de un ciudadano, es reconocer que la democracia pasa por no estar de acuerdo y por disentir. Si perdemos la expresión, perdemos nuestra comunidad, nuestra historia, nuestra vida.

¿Cuántas palabras más tendrían que morir para que entendamos que con voces acalladas no estamos construyendo este país?

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 14 FEB 2019

Ambientes distópicos: Inseguridad

Aparecen, casi por arte de magia y como si no se quisiera la cosa, pequeñas notas periodísticas sobre la “creciente” inseguridad que un grupo específico de ciudadanos agremiados presenta y que, según ellos, afecta el desarrollo de sus negocios.

Buscan con estos comentarios sueltos, construir un relato también específico, que les permita actuar en la defensa de sus intereses y con ello, acceder a las herramientas de “seguridad” que al parecer el Estado no provee.

Es tan recurrente en nuestro país el resultado de este relato, que algunos medios de comunicación masiva y columnistas han venido alertando de las nefastas consecuencias que se producen por sólo decir que estamos atravesados por una ola de inseguridad.

Puede ser que nuestra percepción de seguridad, esa que se alimenta con los conteos caprichosos de esos mismos medios de comunicación masiva, haya decrecido hasta el nivel de sentirnos inseguros en campos y ciudades. Pero después de un proceso de diálogo, que llevó a la firma de un acuerdo de paz que ha permitido que hospitales y cementerios estén libres de las pesadas huellas de la guerra, no deja de preocupar el que se quiera insistir en el relato de la inseguridad.

Porque preocupante es que, sin ni siquiera un suspiro, este Estado insensible no preste la más mínima atención a las tristísimas, absurdas y peligrosas muertes de los líderes sociales, esos que sí trabajan por la paz y la reconciliación de este maltrecho país; para sí atender, sin querer queriendo, a esos llamados agremiados que adoctrinan por una idea de seguridad “privada” que llenará nuestra existencia de la más perversa inseguridad.

No es la primera vez que asistimos, lelos, a la creación de la barbarie. No es la primera que vemos como la muerte acaba con nuestras seguridades. No es la primera vez que vemos emerger la distopía. Por eso, no podemos aceptar, tácitamente, la perdida de nuestra libertad y de nuestro bienestar, sólo porque otros se sienten inseguros.

No quiero volver a estar en un país en el cual el terror sea la norma que garantice el privilegio de tener réditos por realizar una determinada actividad económica. No quiero estar en un país donde el privilegio de unos pocos sea tener el control y usufructo de la tierra.

Quiero estar en un país donde la equidad defina sus acciones, donde podamos disfrutar de su diversidad y donde disentir sea el primer paso para la construcción de comunidad.

Inseguridad es ver como un país se despedaza poco a poco por la reiteración de las inequidades. Es sentir que a todo momento nuestras vidas corren peligro porque la “seguridad privada” toma la decisión de lo que es y lo que no es. Es conocer cómo se justifica, cómo justificamos, todas las perversiones incunables de los humanos para satisfacer ideologías destructivas.

Es espantoso, por no decir otra cosa, cómo se construyen los relatos que justifican el fascismo y cómo se validan, primero tímidamente y después, con la más abominable “franquesa”. Así sucedió antes de la Segunda Guerra Mundial; así sucedió en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX. Y así, “al parecer”, está sucediendo en la Colombia de la primera mitad del siglo XXI.

No dejemos que la inseguridad haga de nosotros los cómplices perfectos para la destrucción de la poca comunidad que aún nos queda. Aferrémonos a ese leve suspiro de diálogo que pervive para continuar en la titánica labor de encontrar la seguridad de estar juntos; para no terminar siendo cada vez más in-sensibles.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el O7 FEB 2018

Ambientes distópicos: Confusión

Hace una semana, precisamente, el día antes a que detonara la acción violenta en la Escuela de Cadetes de Polícia General Francisco de Paula Santander, escribía:

¿De qué hablamos? Esta es, quizás, una pregunta con la que nos enfrentamos frecuentemente para seguir el acelerado hilo de asuntos que solemos llamar “noticias”, saltando de una a otra, tratando de encontrar la conspiración que se ajuste a este frenesí noticioso y especulador, para ver sí, por fin, estaremos a punto de inducción, a punto de saber sí este mundo tendrá futuro.

Ahora sé, con certeza, cual es hilo noticioso con el que nos atafagamos desde hace una semana.

Es triste volver a ver, a sentir, a vivir, ese espectro de terror con el que nos han acostumbrado en este país. Es terrible considerar que el miedo diario con el que vivimos al final del siglo pasado –atentados y explosiones sin fin- no se ha superado, y que estamos al borde de un nuevo ciclo, más ruin, de horror y de muerte, tan inconsciente para nosotros. Es triste pensar que los colombiamos somos seres que sólo queremos nuestro deceso.

Pero es más penoso ver la “trama”, esos hilos “noticiosos y especuladores”, que se levantan después de ese inombrable atentado, intentando construir ese “estado de opinión” –como lo propuso un peligroso expresidente hace unos años- que quiere plegar nuestra atención para llenarla de melancolía y de falsa compasión, haciéndola que se dirija, muda, hacia el lugar de la aceptación, cruda, de este nuevo ciclo de terror: ¿queremos levantar nuestros puños airados para dejar de lado la incipiente paz que con gran esfuerzo apenas estamos empezando a construir?, ¿no queremos que estén más con nosotros los “otros”?

Y justo en el mismo momento que nos contagiamos de estos hilos, perdemos otros, los olvidamos. Pasamos de una conmoción a otra solo para continuar, más tarde, con otra igual. Son hilos que se tejen y que van llevándonos al escepticismo. Ya ni sabemos cual de todos fue peor.

Hay que recordar, como alguien lo hiciera en Facebook –que contradicción-, que el periodismo de las grandes cadenas de comunicación no contrastan las fuentes y, nosotros con ellos, seguimos la linea informativa oficial: ¿habremos perdido el criterio o ellos nos están imponiendo el de ellos?

Lo único que debemos perder es este estado de confusión que nos rodea, que se renueva cada día, que se muestra hosco con nuestros deseos de paz, de luchar con ese mundo corrupto que nos corrompe los huesos, de superar la poca ética que corroe el ser público: un día pareciera que estamos yendo por un camino de paz, tortuoso pero seguro, y al otro estamos cayendo en el abismo de la guerra; otro día pareciera que sí se investigan las responsabilidades penales, civiles y fiscales, pero después solo hay versiones preliminares que no son creíbles; y otro día, aparece un nuevo funcionario público que no quiere responder éticamente por sus actuaciones públicas. ¿Qué es lo que nos deparan estos confusos días?

Eso sí, que no sea sólo decir: ¡Confunde y reinarás!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 24 ENE 2019

Ambientes distópicos: Vacaciones

Segunda semana de este nuevo año de cuenta gregoriana. Es el momento apropiado para decir de nuevo: empezamos. Empezamos a desenvolver lo que nos ocupará estas 365 secciones en las que hemos convenido dividir –después de una atenta observación del cosmos- esos espacios de tiempo que llamamos años.

Estaremos atentos a seguir las infinitas rutinas con las que aderezamos nuestras vidas, acompañadas con las inquietantes vicisitudes del acontecer nacional e internacional, de las cuales, queramos o no, también determinan los hechos a los cuales nos enfrentamos, impávidos, esperando –cruzando dedos- que no se acerquen tanto para que no terminen afectando nuestra acostumbrada tranquilidad.

Lo bueno de todo esto, es que para una gran mayoría de nosotros, las conquistas de un sin número de trabajadores de todo el planeta han contribuido a que se tengan vacaciones, y que sean ellas las que rompan las rutinas que se acumulan a lo largo de los años, para llegar –como en un chiste macabro- con las “baterías recargadas” o “energías puestas” a afrontar los hábitos y rutinas que nos constituyen.

Es en las vacaciones –sean estás cortas o largas, sofisticadas o aventuradas, tranquilas o convulsas- donde confluyen las oportunidades cosmopolitas de aprender de uno mismo y de los otros, ya que en ellas uno se enfrenta al inesperado azar del conocimiento, el cual puede ser contemplado sin contención. De ahí, que muchos terminen espantados con esto de vacacionar, pues siempre se pone a prueba las maneras de nuestra interacción humana, que aunque se intenta refinar con normas de cortesía y de amabilidad, siempre son superadas por la asombrosa capacidad humana de innovación y de ajuste, mostrando en algunas ocasiones, el lado menos amable de nuestra humanidad.

Aprovechar al máximo el siempre breve espacio de receso vacacional, para intentar hacer lo que se dejó de lado en los días hábiles laborales y que gustaría hacer con más regularidad: el burgués hábito de leer y de tomar café (que tanto me gusta) o, en una secreta promesa de conexión cosmológica, pasar estos primeros días del año frente al sol crepuscular que se funde con el mar o donde se quiera estar, contemplando sin cesar el presente paso lento del tiempo.

Con estas pequeñas acciones, siento que los siempre pocos días de receso han valido la pena, para querer esperar con ansias el nuevo corte de tiempo vacacional, en un ciclo finito de hacer y deshacer que finalizaría –que así sea- hasta que la maltrecha pensión se posicione sobre aquellos pocos que aún puedan acceder a ella.

Porque no hay que olvidar que esas vacaciones que ahora disfrutamos, no fueron y no son para todos, que muchos no han podido nunca tener días de receso y que puede ser, como no, que en los próximos años las revoluciones de lo capitalmente globalizado, hagan que estos pocos privilegios se transformen en tiempos compartidos, en esa absurda manera de querer que seamos nuestros propios jefes y que publicitan con insistencia para que aceptemos la existencia, mejor, la inexistencia de los periodos de receso. Será pues, en un tiempo distópico por venir, que trabajaremos todos los días para buscar beneficios y créditos que hagan de nosotros nuestra mejor pensión.

De ahí la importancia de vacacionar, que no consiste en ir de un lugar a otro –como nos han enseñado- sino de vaciarse de la rutina, de dejar de lado las ocupaciones y las preocupaciones, de dejarse libre para reconfigurar el horizonte de sentido con el que nos ocuparemos. Por eso, ¡a vacacionar-se!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 10 ENE 2019

Ambientes distópicos: Ignorancia

Detrás de frases como ésta se esconde una soterrada pasión de “clase”, que pone un tipo específico de conocimiento –con sus gustos y refinamientos manidos- por encima de otros, y en el que actúa esa forma vetusta de “civilización” con la cual se llevó –y se lleva- a cabo la colonización de las ideas que se encuentran por fuera de lo que queremos conocido por nosotros. Sólo es recordar los momentos en lo que usamos o escuchamos esta frase, para reconocer que su uso está enmarcado en un intento por descalificar a otro y mostrarlo como falto de conocimiento específico que lo lleva, en algunos casos, a hablar de lo que no sabe y en otros, a mostrarse un poco orate.

Solo sé que nada sé, diría Sócrates. ¿Es acaso el conocimiento finito? ¿Todo lo que nos jactamos de conocer es algo que no puede ser rebatido después? Esto parecer ser lo que está detrás de esta recurrente enunciación que ignora que el conocimiento siempre es infinito, puesto que a cada momento vemos que lo que sabíamos ayer, termina siendo apabullado con lo que sabemos hoy y con lo que conocemos mañana. Somos seres, naturalmente ignorantes y por eso mismo, atrevidos.

Sucede que tenemos visos de claridad cognoscible, y con ella nos movemos por los diferentes mundos que lo conocido nos propone. Cada mundo conocido tiene un movimiento dispar dentro de los otros mundos conocidos, haciendo que lo que se conozca en uno se desconozca en otro. De estos diferentes mundos partimos para generar exclusión o para gritar comprensiones que aún no han sido consideradas.

Cada uno de nosotros desconoce algo que otro conoce, y que por esa inevitable situación, se debe intentar hasta el cansancio, poner en contexto a los otros de las herramientas necesarias que les permitan acceder a ese conocimiento ignoto, y ampliar su comprensión. También se debe tener presente que la acción del conocimiento siempre produce un poco de incomodidad, ya que no hay conocimiento sin desprendimiento. De ahí radica las incontables luchas por abatir los desconocimientos, que son tan necesarias como infructuosas: hay que insistir hasta que lo desconocido se torne conocido, y eso es una tarea de todos que solo podremos lograr si generamos la humildad necesaria que permita conocer sin discriminar.

Aunque pareciera que fuera así, no hay personas ignorantes (ignoramos que somos ignorantes). Hay personas que por razones personales, sociales, económicas o culturales no han construido los elementos necesarios que les permitan conocer lo que otros han conocidos. Y hay que insistir en esto: es la disparidad entre lo que uno conoce –que ha asumido este conocimiento como rasgo distintivo de su personalidad- y el otro desconoce, lo que genera la presunción de sapiencia con la cual se discrimina al que ignora algo específico.

Todos somos conocedores, todos tenemos sabiduría. De no ser así no podríamos ni siquiera conversar con nadie fuera más que nosotros. Lo que odiamos con tanta fuerza, es lo que ya hemos aprendido no sea del conocimiento de todos, y por eso levantamos nuestra furia al ver la alevosía de aquel que nos confronta y que no conoce lo que nosotros conocemos.

Dejar de lado estas pretensiones y construir juntos ese conocimiento que queremos que todos tengan podría ser un inicio, haciendo los ajustes a nuestro comportamiento diario para influir con nuestro ejemplo en el comportamiento de los otros. Actuando así dejaremos de ignorar a los otros que también nos ignoran, sin olvidar a su vez, que en nombre de la ignorancia defendemos y enmascaramos responsabilidades que sí ameritan de nuestra atención.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 20 DIC 2018

Ambientes distópicos: Academicus…

Y en un año como este de 2018, ¿aún podemos hablar de academia? Lo pregunto, para ver si sólo soy yo el que piensa que la palabra academia se ha vuelto un comodín que pone en tensión un sin número de situaciones que a la postre, no pareciera que tuvieran mucho que ver con la “academia”, esa idea que retoma el mundo renacentista con la intención de crear espacios de discusión para personas con diferentes intereses de conocimiento.

Con los años, la palabra academia ha terminado haciendo referencia al mundo universitario y a todo lo que allí sucede, y es ahí donde su uso se torna un poco opaco.

Lo consideré así, cuando escuché a una estudiante referirse con la palabra academia a la labor que surgía de cada una de las asignaciones con la que contaba su plan de estudios: lecturas, escritura de ensayos, preparación y presentación de evaluaciones; y lo considero así ahora, cuando la palabra academia se usa como argumento para defender o enaltecer una postura dentro de una discusión, lo que es muy usual en los espacios universitarios que frecuento.

Puede ser que mis consideraciones estén erradas, pero además del uso particular que en las artes se hace a esta palabra –la academia francesa estableció todo un sistema de enseñanza de las artes que aun hoy pervive en muchos de los currículos de los programas de artes-, academia o académico siempre se me ha presentado como ese placer de discutir, de crear discursos, de discurrir por el conocimiento, tratando de llevar al máximo los aprendizajes que se hacen de un tema específico.

Pero, hay que decirlo, estamos olvidando el placer de discutir. Cada vez es más latente que no queremos escuchar las propuestas que se ponen a consideración, y cuando se hace, solo se busca debilitar lo propuesto, acudiendo a las consabidas falacias o contra-argumentando desde taimados intereses particulares. Y mucho de lo que queremos discutir, se quiere validar acudiendo a expresiones tales como: “esta es una discusión académica”, “nos caracterizamos por tratar académicamente los temas”, “no hay argumentos académicos”.

Insisto: muchas veces el uso de la palabra académico enmascara, precisamente, la falta de argumentos. En un espacio académico se debe examinar con cuidado y atención el tema que se pone a consideración, quizás sólo por el placer de conocer y de aprender, ya que la academia, como uno de los lugares de conversación, permite que se amplíen los conocimientos que hemos construido y acumulado. De ahí la importancia de los discursos, que se expanden (discurren) con el trabajo colaborativo y la emoción que suscita el tratar de comprender el pensamiento de los otros.

En mi caso particular, debo mucho de lo aprendido por dejarme permear del especial estado de discusión que se da en el mundo académico, como lo fue cuando quise controvertir el argumento que esgrimió un colega en una oportunidad: la respuesta tomó unos años, sí, pero pude contra-argumentar e intentar rebatir lo expuesto inicialmente por él.

Este es el espíritu de la academia que debe primar y el que debemos defender en el mundo universitario. Hay que alejar la necedad que hace ebullición en todo espacio de discusión, proscribir la estupidez que grita falacias para legitimar privilegios y abolir la fanfarronería narcisista que debilita una argumentación.

¡A discutir se dijo!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 06 DIC 2018

Ambientes distópicos: (Em)poder(ados)

La primera vez que leí la palabra empoderar tuve una pequeña desazón: no lograba comprender muy bien su sentido y su lectura no me generaba empatía. Desde la época escolar sólo había estado relacionado con la palabra poder –de la que ya tenía una construcción semántica que me garantizaba legibilidad en su uso- y la irrupción de esta nueva palabra, me hizo arañar esfuerzos de compresión que muchas veces no fructificaron. De hecho, llegué a considerar que se debería hacer una campaña para evitar su uso; campaña que se convirtió en enojos airados cuando escuchaba o leía esta palabreja.

Posteriormente pude constatar que esa palabra, en su acepción actual proviene del vocablo inglés empower –como lo reconoce el diccionario de la RAE- y de esta lengua recoge su sentido (empowerment) de reivindicación y de tener autoridad para tomar decisiones o para actuar.

Y en este punto me gustaría detenerme un poco, ya que siento que en nuestras relaciones diarias se presentan malcomprensiones con los usos (y abusos) de la palabra “poder”, las cuales no están alejadas de las semantizaciones que se generan al usar la palabra “empoderar”; y también, por la confusa relación que heredamos de las “posibles” manifestaciones del poder y de nuestra particular manera de relacionarnos con él, que hace que unas personas piensen con estulticia y malquerencia, por ejemplo, que todos los que asumen cargos de dirección lo hacen porque “están detrás del poder”, olvidando que estos cargos de dirección casi nunca se quieren asumir, precisamente, por el temor que produce la sola idea de tomar una decisión o de simplemente organizar o liderar.

Del poder todos hablan pero pocos saben como ejercerlo. Queremos que el poder se manifieste sin desvaríos, pero sólo en los casos en los que las decisiones que se tomen sean cercanas a las ideologías que defendemos. Si no es así, se trata por todos los medios posibles (esa contradictoria idea de juntar “todos los medios de lucha”) de hacer ver –o expresar siguiendo lo que nos propone la ya vieja idea de la posverdad- que el que ejerce el poder lo hace, sólo para denostar mi postura, para acallar y destruir las posibles relaciones que se dan entre un grupo de personas, en una institución, en un país.

También es cierto que, en algunos casos, el sólo ejercicio del poder –esa toma presuntiva de decisiones- lleva (lo podemos decir así) a empoderar al que lo ejerce, tornándolo un déspota, puesto que se piensa que estar en el poder es acumular ventajas y privilegios particulares y egocéntricos, pero no dirigir o agenciar. De ahí que también nos hemos acostumbrado a frases del tipo “el que manda manda, aunque mande mal”. Este tipo de ejercicio que se presenta cuando el que detenta el poder lo usa para la búsqueda de ventajas y privilegios, es el más nocivo que podamos conocer, puesto que socava la estructura de confianza en la que se basa nuestra cohesión como comunidad.

Lo que debemos pensar es que el poder es una facultad que nos permite adquirir conocimientos sobre las relaciones que se derivan del rol que estoy ejerciendo, ya sea este como ser humano, hijo, hermano, padre, profesor, secretario, rector, juez, presidente o fiscal, para no dejar por fuera de nuestra atención, la perversa defraudación a nuestra confianza que se nos presenta con las innombrables acciones que rodean al “actual Fiscal General”.

Y es con los conocimientos adquiridos que se puede, en lo más profundo de mi individualidad, considerar las opciones y posibilidades que emergen de las facultades dadas, discernir y así tomar una decisión. Es importante tener presente que las facultades que nos son confiadas, pueden ser usadas positiva o negativamente, como cuando se decide con autoritarismos; y que el conocimiento que adquirimos en cada uno de los roles que ejercemos, nos permiten crear los criterios necesarios para cuidar de nuestras acciones.

Hay que sacudirnos de la corrupción (semántica) que se ha instaurado en la palabra poder, y volcar en ella el sentido de la responsabilidad, ya que el poder sólo es poder cuando se ejerce, y en su ejercicio, se debe buscar siempre la impecabilidad de nuestras acciones. Si somos responsables de nuestra acciones, tendremos el “poder” y por tanto, las facultades necesarias, para hacer las exigencias que se requieran, exigencias que en un país como Colombia, son muchas.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 29 NOV 2018

Ambientes distópicos: Insolvencia

En estos últimos días mi cuerpo se está llenando de una desazón indescriptible. Puede ser el estado de absoluta detención en que se ha convertido la anormalidad de las clases de la universidad en la que profeso; o tal vez, lo horrible que es ver la falta de moral y ética en la justicia colombiana –como si esto no fuera ya normal-; o puede ser tal vez, los sofisticados embustes que se arman con las reiteradas reformas tributarias, que sólo buscan tapar los huecos en los presupuestos, pero no redistribuir estas imposiciones para el bien común.

Con estas posibilidades, no habría escapatoria para considerar que en la famosa frase “todo tiempo pasado fue mejor” se esconde una fatal verdad. Pero, como bien sabemos, esos pasados a los que se refiere esa frase son pasados en los que ya se percibía que todo iba mal y que, para intentar conjurarlos, fue que se propuso esa máxima explicativa: siempre consideramos que lo presente está mal y por eso ponemos el espejo retrovisor, para sacar de lo conocido una posible explicación a lo desconocido. Y esto es lo mejor de pensar en retrospectiva.

Y, en retrospectiva, no es extraño aventurar una idea y decir que estamos atravesando por una crisis de solvencia: ya no tendremos nada o hemos estado perdiendo todo. Con el pasar de los días solo podemos presenciar la perdida de los abundantes criterios con los que nos enfrentamos a las aventuras cotidianas, ya que muchos de ellos se tornaron obsoletos: su efectividad fue trasfigurada por los efectos de su interacción, así como una gota de agua horada una roca.

La obsolescencia de los criterios hace que perdamos la dirección de nuestros deseos de bienestar y que nos enfrentemos a la desesperación por comprender en que momento, eso que era nuestro más preciado bien, ya no lo es. Por eso, suelo reiterar con cierta sorna que “ya no hay valores”, para ver si por una vez somos conscientes que tenemos que construir nuevamente los criterios con los cuales contener estos avatares que caen en cascada.

No será volviendo a clases que se superará la detención en la que nos encontramos, como tampoco lo será eligiendo fiscales ah doc para todas las incontables violaciones de los códigos y menos, poniéndole más imposiciones a nuestras exiguas ganancias, como lograremos entendernos como comunidad. Debemos pensar, como lo que dijeron algunos columnistas, que la corrupción no es el problema sino el síntoma de una sociedad que ha perdido la confianza en sus palabras: somos una sociedad insolvente.

Fantaseé un momento con esta idea de sociedad insolvente y surgió la imagen de un país que cerraba su funcionamiento durante unos días pero, como es normal en un país como este, el cierre se volvía permanente (ya recordarán lo que pasó con el impuesto ese del 4 por 1000). Con un país cerrado, insolvente, solo tendría cabida el arrojo para volver a comenzar o para, en el peor de lo casos, abandonarlo a su suerte, viendo como el movimiento entrópico vuelve “natural” todos los artificios que hemos creado.

Y con el abandono, ¿qué hacemos? No mucho. Para mí, lo único que se suma a la desazón, es la incertidumbre de la que he hablado ya en dos oportunidades en estas distopías que intento comentar semanalmente. Pero, en una ataque de optimismo que casi siempre me suele llegar para mejorar un poco la pesadumbre que vislumbro, debo decir que lo único que debemos tener por seguro, es que de la sumatoria de incertidumbres y desconciertos, se haran las utopías de las próximas generaciones.

No olvidemos que es el momento de empezar. Eso sí, no diciendo palabras vacuas como esas que dicen en los últimos días los que presiden este país: el futuro ya comenzó (¿el futuro no comenzó en el Bing Bang?), sino construyendo esos criterios actualizados que nos permitan ser solventes en confianza.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 22 NOV 2018

Ambientes distópicos: Conmemoración

“¿Qué es un siglo?” Con esta pregunta se abre el primer capítulo del libro homónino, que Alain Badiou, escribió en 2005 para intentar comprender la “pasión” que envolvió el siglo XX. Ahora, es una pregunta que podríamos intentar formularnos cuando se cumple, precisamente, un siglo (¡cien años!) de finalización de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra.

Durante estos cien años generaciones han presenciado un vertigioso cambio en sus modos de estar que, si de casualidad pudiéramos pasar unos días en 1918, no haríamos más que extrañar nuestras comodidades de este siglo XXI. Bueno, a decir verdad, sólo algunas. También, estas generaciones han presenciado grandes avances en diferentes campos del conocimiento humano, entre ellas las ciencias, las artes y las humanidades, campos que en el último siglo tuvieron su explosión y consolidación. Y también, a nuestro pesar, se produjeron dos guerras mundiales.

Es de vital importancia volcar nuestra escasa atención -últimamente envuelta en un sinfín de preocupaciones- en recordar las convulsiones que como sociedad, tuvimos que enfrentar durante los años que duró esta confrontación (1914 – 1918), y cuyos efectos se dejaron sentir durante las siguientes décadas, puesto que, al parecer, estamos nuevamente construyendo los consensos que llevaron al surgimiento de esas guerras, como lo alertaría el Secretario General de la ONU, António Guterres, durante la ceremonia de conmemoración de los cien años de finalización de la Primera Guerra Mundial, el pasado 11 de noviembre.

Y Guterres no es el único. De alguna u otra forma, estamos siendo testigos cómo, a través de los titulares de las cadenas masivas de comunicación, lo que creíamos superado -esa vana intención de manejar y neutralizar cualquier intento de totalitarismo-, se está tornando en una realidad a la cual aún no sabemos como reaccionar. Pareciera que las generaciones que se han formado en las últimas décadas, han perdido, y nosotros con ellos, la capacidad de generar los controles necesarios que eviten la conquista del fascismo y de la xenofobia: estamos estupefactos; estamos permitiendo que los extremos nos dominen otra vez de maneras casi invisibles.

Es importante no dejar pasar esta conmemoración -estos cien años de olvido- para detenernos a ver, a recordar, a re-vivir, las extremas consecuencias que se derivaron de esos 4 años aciagos de la Gran Guerra, y que trastocaron para siempre nuestro sentimiento de humanidad, haciendo más difíciles los procesos de reconciliación como el que se vive ahora en Colombia.

Recordar la devastación y la muerte que nos visitó por millones -y que inauguró esta indolencia moderna con la cual hacemos de lado lo que no queremos que nos importe- para intentar detener de alguna forma, la amenaza fantasma que se ha instalado en nuestras conciencias y que me hace atisbar, desafortunadamente, un abismo como esos que ya hemos visto en ese siglo pasado, que aunque pasado, no es lejano.

Termino este recordatorio, resaltando algunos versos del poema de Osip Mandelstam El siglo, poema que Badiou estudia en su libro sobre el siglo XX:

Siglo mío, bestia mía, ¿quién sabrá

Hundir los ojos en tus pupilas

Y pegar con su sangre

Las vertebras de las dos épocas?

El constructor de sangre a mares

Vomita cosas terrestres.

El vertebrador se estremece apenas

En el umbral de los días nuevos.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 15 NOV 2018