Cada semana asoma por este país de sagrados corazones, circunstancias reveladoras que se suman a las ya develadas, y que sólo indican que el relato dominante de estos próximos años será, ese de la “restauración uribista”, como lo escribiera Ricardo Silva en su columna del pasado viernes en El Tiempo.
Ahora la mediación informativa abandona los inagotables escándalos de corrupción y las infidencias del fiscal, por poner algunos ejemplos, para posicionar, en una vuelta de cuerda, nuevas puntadas a la estratégica profecía de la guerra civil de la que no queremos salir: voces que llaman a declarar la inconveniencia de la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz; nombramientos de reconocidos académicos en el Centro Nacional de Memoria Histórica que, como lo recuerda Daniel Pacheco en Twiter, descalifican a los que piensan diferentes a él; y para sumar un poco más, los desafortunados proyectos de ley que se anuncian para censurar las clases en colegios que se salgan de los relatos oficiales que se quieren instituir.
No se puede decir otra cosa diferente a que vivimos en distopía, especialmente en este país en el que decidimos nacer. Pero como todo en el mundo, de derechas y de izquierdas, de buenos y malos, de ricos y pobres, alguno que otro dirá que no, que lo que se aproxima es la realización de la mayor utopía de todos los tiempos, el mayor logro después de 200 años de historia republicana, la condensación de años y años de virulentos universales, queriendo así, que se adhieran a nuestros huesos, “duelale a quién le duela”, esas maneras de hacer ver el mundo.
Y como nuestra atención volátil gravita sin control, cuando menos lo esperamos, estaremos malviviendo –como ya lo hemos hecho-, sumados en el mutismo salvador, viendo como despedazan lo poco que queda de ese monumental esfuerzo de querer vivir en paz.
Por eso es importante construir el relato, modificar los hechos, perder la historia, alebrestar los odios y narrar este mundo colombiano de la manera que se quiere que sea –y una vez más “duelale a quién le duela”; afinando el dogma, construyendo los ritos, moviendo los hilos, sancionado la impureza. Por eso es importante, llegado el caso, negar los hechos, negar las realidades; y proponer “hechos alternativos”, “realidades infladas” (con metodologías nuevas somos menos pobres).
No es la primera ni la última vez que pasa. Si revisamos la historia, podemos ver con insistencia, cómo es que unos dicen que los otros no son, cómo se aniquilan idiomas, cómo se impone –la letra con sangre entra- ideas e ideologías a los que no son como nosotros. Así seguiremos, no lo pongamos en duda, porque así somos.
Lo triste, para no decir más, es que ni alcanzaremos un año de ilusión, ni alcanzaremos a ver esa sugerente idea de vivir en paz lo suficientemente desarrollada para compararla con la versión guerrerista que tenemos por defecto. Ya estarán en nuestros días los signos que hemos aprendido a reconocer y que nos dictarán las maneras y modos con los que debemos actuar. Ya estarán, ya estaremos envueltos en su accionar ambiental.
Y lo utópico es, como la misma historia nos recuerda, es que estos avatares negacionistas no duran mucho, no duran para siempre. Ya vendrán pues esos signos que nos indicarán que lo aprendido y asimilado, tomará el rumbo que se le fue negado.
*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 21 FEB 2019