No suelo inmiscuirme públicamente en las diferentes posiciones que se dan en los espacios universitarios. Parte de esta decisión, fue construida durante mi tiempo como estudiante en la Universidad Nacional de Colombia, en donde, durante un lapso de casi más de una década (primero como estudiante y después como asistente de un programa de posgrado), estando presenciando paros, asambleas y demás, descubría que muchas de esos llamados de atención se hacían desde discursos que nunca entendía (o no me interesaban), o porque buscaban apoyos a situaciones sociales que sucedían unos miles y miles de kilómetros por fuera, fuera de las situaciones más cercanas a nosotros. También pienso que esta apatía, estaba dada porque hago parte de una generación que se formó años después del nacimiento de muchos de los conflictos que aun hoy aquejan a un país como Colombia: empezamos a no entender, a estar cansados, a estar alejados, a vivir dentro de las murallas de las ciudades. Y creo que las nuevas generaciones están aun más alejadas.
Esto ha cambiado ahora. Desde el año pasado estoy trabajando en la Universidad del Tolima como profesor asistente, adscrito a la Facultad de Ciencias Humanas y Artes; y esta nueva condición ha construido la posibilidad de estar atento a esos discursos que antes no me interesaban y me han llevado a considerarlos, para ver si, quizás, los puedo entender. Pero no. Así intente entenderlos, siempre hay algo que hace que me aleje de ellos. Creo que la razón es que no hemos aprendido a discutir. No sabemos discutir. A lo sumo, sabemos asentir.
Como profesor, llegue con la idea que el trabajo que quería hacer, era pensar. Pensar para poder construir, reconstruir y volver a pensar lo que ya ha sido pensado, para poder hablar con las personas que estaban cerca a mí, y mediante un ejercicio del pensamiento, tener nuevas, viejas y reconfiguradas ideas que nos ayudasen a aprehender el mundo que nos fue legado y el cual estamos ayudando a sostener. Pero, ante los eventos que rodean por estas semanas a esta Facultad (que apenas estoy empezando a entender) – ese cruce epistolar y de comunicados (manifiestos) por la renuncia intempestiva del primer decano en propiedad y la posterior controversia en relación con la elección del decano encargado – he llegado a considerar que esa idea que quería, no la podré hacer. No la podré hacer, pues para pensar es necesario disentir, conversar, dialogar. Y creo que eso no está pasando ahora. Hemos perdido la voz, volvimos a ser infantes.
Y en este momento, solo puedo hacer un llamado, una llamado que se construye a partir de dos citas:
- “Para saber hay que tomar posición. No es un gesto sencillo. Tomar posición es situarse dos veces, por lo menos, sobre los dos frentes que conlleva toda posición, puesto que toda posición es, fatalmente, relativa. Por ejemplo, se trata de afrontar algo; pero también debemos contar con todo aquello de lo que nos apartamos, el fuera-de-campo que existe detrás de nosotros, que quizás negamos pero que, en gran parte, condiciona nuestro movimiento, por lo tanto nuestra posición. Se trata igualmente de situarse en el tiempo. Tomar posición es desear, es exigir algo, es situarse en el presente y aspirar a un futuro. Pero todo esto no existe más que sobre el fondo de una temporalidad que nos precede, nos engloba, apela a nuestra memoria hasta en nuestras tentativas de olvido, de ruptura, de novedad absoluta. Para saber, hay que saber lo que se quiere pero, también, hay que saber dónde se sitúan nuestro no-saber, nuestros miedos latentes, nuestros deseos inconscientes por lo tanto. Para saber hay que contar con dos resistencias por lo menos, dos significados de la palabra resistencia: la que dicta nuestra voluntad filosófica o política de romper las barreras de opinión (es la resistencia que dice no a esto, sí a aquello) pero, asimismo, la que dicta nuestra propensión psíquica a erigir otras barreras en el acceso siempre peligroso al sentido pro-fundo de nuestro deseo de saber (es la resistencia que no sabe muy bien lo que consiente ni a lo que quiere renunciar).
Para saber, hay pues que colocarse en dos espacios y en dos temporalidades a la vez. Hay que implicarse, aceptar entrar, afrontar, ir al meollo, no andar con rodeos, zanjar. También -porque zanjar lo implica- hay que apartarse violentamente en el conflicto o ligeramente, como el pintor que se aparta del lienzo para saber cómo va su trabajo. No sabemos nada en la inmersión pura, en el en-sí, en el mantillo del demasiado-cerca. Tampoco sabremos nada en la abstracción pura, en la trascendencia altiva, en el cielo del demasiado-lejos. Para saber hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad del movimiento. Ese movimiento es acercamiento tanto como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo. Supone un contacto, pero lo supone interrumpido, si no es roto, perdido, imposible hasta el final”.
GEORGES DIDI-HUBERMAN. (2008). Cuando las imágenes toman posición. A Machado Libros: Madrid. Pág. 11-12
- “Yo me he quejado alguna vez de esa dificultad que hay entre nosotros por encontrar el tipo auténtico, o siquiera aproximado, del interlocutor, ese ser legendario ya – hombre o mujer – cordial y preocupado, que ame el encanto de las ideas abstractas emitidas desinteresamente sobre la alfombra de un sofá mientras las horas insentidas y ligeras corren en derredor.
Y no es que no se hable mucho en todas partes; se habla en los costureros y en las boticas, en los cafés, y en las esquinas concurridas. Pero el hablador no es el interlocutor, el conversador; existe una diferencia especial entre hablar y conversar. Lo que se hace habitualmente es estos sitios es murmurar, entendiendo por murmuraciones todo lo que se refiere exclusivamente a las personas, bueno o malo. El murmurador es el que no alcanza a abstractar las ideas y solo puede concebirlas fundidas a los individuos; el conversador verdadero en el que desarraiga las ideas de los individuos elevándolas a las esfera pura e impersonal. El conversador, que procura siempre generalizar, dirá, por ejemplo: patinar es un ejercicio armonioso y saludable; el murmurador solo acertará a decir: Fulano patina muy bien; porque no logra aprehender las ideas sino personalizadas.
Murmurar es simplemente recordar; y como siempre es más fácil recordar que pensar, por eso se murmura más que se conversa. Y por eso también la conversación requiere, además, un cierto grado de selección en el ambiente y una viva curiosidad intelectual en los interlocutores; la curiosidad intelectual es ese deseo punzador de saber cosas inútiles, ese interés desinteresado por las ideas y por las teorías de los demás, ese querer escudriñar y discutir todo por el solo placer de hacerlo sin fin determinado y sin objeto práctico ninguno. La necesidad torturante de sastisfacer esa curiosidad viene a constituir al fin un vicio, el vicio de la conversación, que algunas mentes deliciosamente amaneradas prefieren al opio o a la morfina, porque siendo mucho más sutil produce una embriaguez igualmente delicada y fantástica. La conversación para ciertos seres que no sé si llamar desequilibrados o desadaptados, llega a ser un verdadero paraíso artificial”.
lLUIS TEJADA. Sobre la conversación y el conversador. En: Libro de crónicas. Editorial Norma. Bogotá. 1997. Págs. 105 y 106.
[Esta cita la encontré en un historieta que compré en Medellín. La historieta se llama “Cuadernos Gran Jefe. Diarios de Truchafrita”. Número nueve: más conversaciones]
Eso. Un llamado.