He estado por fuera casi un año de este ejercicio de comentar por escrito aspectos de esa intrusa realidad que nos rodea y que configura, con sus retruécanos apocalípticos, lo que bien podríamos llamar ambientes distópicos. Estas distopías no son más que las que se ambientan en las narraciones de ciencia ficción. La única diferencia es que suceden justo en el aquí y en el ahora de nuestro presente, con la condición de que casi nunca las percibimos.
De ahí que se diga que las pausas son buenas, para intentar, sosegadamente, encontrar las reflexiones que siempre se escapan cuando se está en el ajetreo del día a día. Creo que esto es lo que he estado haciendo y ha estado bien. Pero, lo que creo que no ha estado bien del todo, es ver que – al parecer – el mundo ha entrado en una vertiginosa aceleración de sus condicionamientos, que parece que no es mucho lo que podamos hacer, salvo ver para predecir y decir: siempre estuvimos mal, desde el mismísimo momento de esa gran explosión de la que hablan los científicos cosmólogos. Y como no, ¡fue una explosión!
Por el momento esos ecos se muestran un tanto erráticos y por eso, saltamos con atención difusa a caracterizar “eso” que nos hace ahora tan disimiles a nuestros contemporáneos del siglo pasado: miramos el presente con viejos esquemas. Y, de este modo, reaparecen los mismos fantasmas que siempre se nos han atravesado para solamente decirnos que no hay nada nuevo bajo el sol.
Así que el horror que se siente al ver las “trizas del acuerdo de paz”, es sólo un “nuevo” resorte que satura un poco más esa estupidez con la que se capitaliza nuestra frágil comprensión, puesto que se supone más rentable – siempre lo ha sido – hacer la guerra que la paz, sin importar que con ella solo sea unos pocos humanos los beneficiarios de sus réditos.
Y en Colombia, los seres de la guerra demencial ya han aprendido la lección de confundir y difundir mil veces la mentira, de tener una amplificación sin filtros sobre la estulticia a considerar y preponderar, de extremar la emoción para buscar la amarga y violenta reacción: la muerte es nuestro democrático paisaje.
Así se sabía – como lo supo June (Defred), aquel personaje de la serie El cuento de la criada, cuando en su intento de huir de ese Gilead feroz, se esconde en el edificio abandonado de un periódico para descubrir que la aparición del estado totalitario y confesional fue anunciado en las noticias todos los días – desde que el discurso justificatorio de la guerra se adecuó, edulcoradamente, durante la década inicial de este siglo XXI para verse acelerado en el miedo de sucumbir durante estos tres últimos años: “ojo con el 22”.
El 22 no es más de lo que ya sabemos ahora, que el miedo a lo común y social es el miedo conservador a perder la posibilidad de negar la igualdad y la equidad para todos, de guardar los beneficios para esa elite torpe que no sabe cómo hacerse relevante en un mundo de por sí irrelevante, de querer congraciarse con el ya modificado magnetismo económico para ganarse lo poco que queda del sentido imperialista del norte global.
Podemos decir que la pandemia nos dispuso esta pausa para saber esto, pero, como ya lo había dicho, la distopía somos nosotros. Ya es hora de que nos la tomemos en serio.
*Publicado originalmente En Uso de Nuestra Facultades el 8 ABR 2021