Hace unas semanas terminó un proceso de consulta en el cual participé. Fue para la decanatura de la facultad a donde estoy vinculado. Participamos dos profesores y después de casi un mes de presentaciones, conversaciones, debates, entrevistas y publicidad por redes sociales, se hizo la votación respectiva.
Si mi memoria no me falla y el recuerdo no se desvía, creo que esta es la primera vez que concurro como candidato con elecciones formales incluidas a algún cargo. Si he estado en otro tipo de elección, seguro fue con nominaciones personales y votaciones inmediatas, del tipo asentir (¡Ese es!) o de levantar el brazo para manifestar el respaldo a esa nominación (¡Apruebo!). Sin embargo, he de reconocer que en las elecciones para integrar un equipo provisional de “banquitas”, siempre quedada dentro de ese residuo que casi nadie quiere llamar para evitar una derrota segura.
El estar en un proceso de elección por votos, me ha puesto en un estado particular del cuál aún estoy intentado comprender del todo, ya que, estar en campaña, lleva a modificar muchos de los hábitos con los cuales uno se relaciona con los demás. En mi caso particular, este “estar en campaña” me sacó de mi pretendido y cómodo anonimato para hacer videos (que quedaron un tanto tiesos); llenar de mensajes de correo electrónico los buzones institucionales con las actividades que iba realizando de la campaña (y por lo cual me llamaron la atención al ser ese spammer molesto que muchos odian); diseñar volantes para promocionar los encuentros con estudiantes y docentes; crear páginas de Facebook y canales de WhastApp; hacer entrevistas por radio; responder preguntas y pasar un tiempo considerable en Instagram subiendo algún tipo de información que me permitiera darme a conocer por más personas, además de ese grupo cercano de estudiantes, docentes y administrativos/as que me ha conocido desde que llegué a esta universidad y con el cual interactúo más a menudo.
Sigo pensando que este tipo de elecciones en las que participé son un tanto particulares por el carácter de la institución que las recibe. Aunque puede haber un tipo de analogía posible con la administración pública (municipios, gobernaciones o presidencia) o con la gestión legislativa (concejos, asambleas y congreso), liderar y orientar las acciones de una facultad supera las consabidas manifestaciones de “poder” que se congregan en ese tipo de cargos de elección popular a las que tanto estamos acostumbrados y a las que odiamos y queremos con tanta emoción. Lo es porque en las facultades, no sólo se administra un conjunto de trámites y procedimientos para garantizar el óptimo paso por los planes curriculares de estudiantes o la gestión de todo lo relativo a las clases y la investigación, sino que se busca promover un tipo especial de discusión —discusión y debate de la cual la universidad hereda y debe continuar promocionando— que permita ampliar, cuestionar y renovar los campos de conocimiento que se concentran en sus denominaciones.
Además de lo poco que conocemos de ese hábitat llamado facultad y universidad (estamos tan inmersos en nuestros nichos que lo poco que sabemos se da mediante el tradicional “conocimiento de oídas”), sus procesos de participación y elección arrastran muchos de los vicios con los cuales se ha caracterizado los procesos electorales en Colombia y otros países. Aun recuerdo con un poco de estupor la vez que llegué a la universidad y esta estaba llena de pasacalles publicitando los candidatos que se presentaban en esa oportunidad para las diferentes decanaturas. De ese contexto, ahora para estos procesos de elección, se generan “condiciones y acuerdos” que buscan minimizar esas prácticas ominosas que se repiten en todas las elecciones, como la coacción, el insulto o la descalificación o esas promesas electorales que ayudan a ganar adeptos pero que generalmente terminan sin cumplirse, porque no tienen posibilidades reales de ejecución o porque no están dentro del marco de acción del cargo que se ejercerá.
Es un tanto paradójico la existencia de estas “condiciones y acuerdos” para un proceso de consulta dentro de una universidad, ya que, de por sí, desvirtúa la misma esencia de lo que se ha configurado con el ser universitario, ese ethos que, tácitamente, todos concordamos y promovemos por sólo estar y ser parte de una universidad. Pero fue tan imperiosa su necesidad que se terminó volviendo un asunto de trámite. Y eso habla del talante con el cual enfrentamos estos procesos de elección. Lo es, porque más que “poder” lo que se debe buscar al estar en un cargo de elección universitaria es autoridad para determinar los procesos y las reflexiones con las cuales dar un poco más de sentido, tanto a esos procesos burocráticos derivados de lo académico-administrativo, como al mismo pensamiento epistémico que se concentra en cada una de estas facultades y en una universidad en general. Y claro, desde hace muchos años estamos más embelesados por esa acepción del poder que nos habla de fuerza y control que por la mejor acepción posible que esta palabra nos puede dar: la de la potencia.
En esta oportunidad no fui el ganador de la consulta. Pero, a pesar del respectivo menoscabo que afronta el ego por estas situaciones, pude pensar en la potencia que guarda mi personalidad para afrontar esos ejercicios de campaña (que pueden mejorar, eso sí) y en la imaginación (esa maravillosa potencia para proyectar lo que está por venir) —tan urgente como necesaria— para transformar y orientar cualquier acción en la que queramos trabajar. Y esto último, en especial, es lo que más le falta a las universidades (y a otras muchas cosas).