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Ambientes distópicos: ¿De qué vamos?

Se siente escorzor cuando la rutina de la que se componen los -ordinarios- días, se ve rota por una universidad que abandona paulatinamente los salones de clases, y se desespera en las diferentes asambleas y reuniones, que algunos representantes intentan convocar, por ver si logran conmover, un poco, a esa mayoría siempre reticente a vincularse a cualquier movimiento, reticente quizás, a comprender realidades.

En las últimas semanas la universidad en la que trabajo pareciera que ya estuviera de vacaciones. Desde que se declaró la asamblea permanente con cese de actividades académicas, se ha ido sintiendo una inexplicable inmovilidad, que ya empieza a inquietar a casí toda la comunidad de esta universidad pública, que como la mayoría de ellas y en la educación pública en general, va camino a su extinción por la desidia de las administraciones de este país.

No es la primera vez que me enfrento a una situación similar. Ya desde mis primeros años como estudiante universitario, los paros, ceses de actividades y la anormalidad académica, se juntaban cada cierto tiempo para hacer parte de ese particular ambiente que se da en las universidades públicas: en ese momento como estudiante, en este momento como profesor.

De las declaraciones a cese de actividades académicas suelo perder la esperanza pronto, puesto que lo que inicialmente se demanda, recoge después demandas tan disímiles unas de otras, que desdibujan las líneas primordiales por las que se había llamado a la protesta. También, pierdo la esperanza cuando la anormalidad académica se vuelve sinómino de “vacaciones”, y pareciera que esta vez, no es la excepción.

Es que llegar a un salón de clases y que esté vacío produce mucha desesperanza. Se espera en un salón de clases para discutir, para pensar, para conocer; y como ahora nos exije este particular momento, el salón de clases nos espera para discutir, conocer y pesar las posibilidades de la educación pública, de una universidad con los recursos suficientes y necesarios para su funcionamiento este año y los próximos. Pero, si los que ahora estamos para activar estas discusiones no nos encontramos, será muy difícil poder articular mínimamente un consenso que permita redistribuir nuestros recursos para un bien común, para el bien público.

Se está olvidando (o ya lo olvidamos) que parte importante de nuestro deber como estudiantes y profesores es estár siempre presentes para el diálogo. Y esto debería ser un gran imperativo, máxime que es por nuestros impuestos que la educación pública está en funcionamiento. Si un profesor o un estudiante no está para el diálogo y la comprensión, se socava un poco más nuestra automonía con la cual se fortalece un país.

Tampoco debemos olvidar que antes que estudiantes y profesores somos ciudadanos, y como ciudadanos siempre deberíamos estar a la defensa del financiamiento de la educación y de lo público. No podemos simplemente entrar en “vacaciones” y olvidar el por qué estamos estudiando, el por qué estamos en un salón de clases, el por qué estamos en una universidad.

Pensé sobre esto en un momento muy similar de protesta al actual, cuando era profesor de hora cátedra -esa funesta figura de contratación que pulula en los ambientes universitarios- y escribía un breve texto que titulé En el salón (des)espero. Espero esta vez no desesperarme tanto mientras espero. Espero no preguntarle a un vacío salón de clases: ¿de qué vamos?

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 08 NOV 2018

Ambientes distópicos: Incertidumbre (2)

Me había alarmado por el cambio de rumbo que estaba cayendo por el mundo, con esos saltos en la dirección de algunos países que avizoraban compresiones que suponíamos superadas. Esa vez me alarmé con la victoria de Trump en las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. Ahora, me vuelvo a alarmar con mayor consternación, con la victoria de Bolsonaro en las elecciones a la presidencia de Brasil. Y, para mayor preocupación, creo que este tipo de alarmas no dejaran de sucederse.

No es fácil ver como ideas que hicieron mucho daño, que se intentaron conjurar con esfuerzos mundiales como la Organización de Naciones Unidas, vuelvan poco a poco -como si nadie quisiera la cosa- a instalarse en la opinión de muchos, que abren sus brazos, casi sin saber, a las formas más duras de una posible opresión. Es como si no conocieran las atrocidades que se cometen en los totalitarismos, como si la historia ya no llegara a ellos, como sí la falacia del eterno presente les nublara la vista.

Pero también hay que decir que estos cambios en los discursos no aparecen de la nada, se van consolidando poco a poco, dando retruecanos, actualizando formas, hasta que los toleramos, democráticamente si se quiere. Estamos confundidos en nuestras creencias, o el desarrollo de estas nos hace confundir al punto de querer lo que nunca queremos: estamos vivos de publicidad (como en Colombia, que durante la campaña se decía “menos impuestos, más salario mínimo” y ahora es “más impuesto y el salario sigue siendo mínimo”).

La aparatosa venta de discursos hace que compitamos por la atención de las palabras que más se ajustan a nuestros gustos, siendo así que las ideas de la recalcitrante “ultraderecha” se muestran para unos como una alternativa a un mundo que va mal (¿no siempre el mundo ha ido de mal en peor?): van con la convicción que con su opinión todo irá mejor.

Estamos vendiendo nuestras escasas conquistas al mejor postor. Soltamos alegres expresiones de libertad civil para dejar que los estados controlen más nuestras vidas, confinando nuestro pensamiento a las decisiones de unos pocos. Estamos alterando el porvenir con las distopías que se instalaron a mediados del siglo pasado. No puede ser extraño pensar que apenas iniciamos el camino para realidades como las que se muestran en la serie El cuento de la criada: estados-nación dominados por versiones oscuras de ideologías religiosas llevadas al extremo.

En Brasil, por ejemplo, las religiones cristianas de extracto más conservador, han estado durante años, silenciosamente, exportanto cultos y posicionando sus discursos más ortodoxos dentro de las grandes cadenas de comunicación masiva y dentro del aparato judicial. El domingo pasado, mientras se daba este salto de dirección, no dejaba de pensar que, precisamente, en Brasil podía empezar a construirse una nueva distopía, que con tanto afectos en otras latidudes, podría llegar a ser una distopía global.

También pensaba hace unas semanas, que la incertidumbre es de por sí distópica. Con lo sucedido este fin de semana, apareció una pésima incertidumbre que me incrementa en mí una sensación de pesismo: ahora soy yo quien piensa que todo va a empezar a ir mal. Eso sí, no ahora, por ahí en algunas décadas, que bien podría ser justo cuando se cumpla el primer siglo de inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Y como estamos llenos de incertidumbre, habría que esperar que ésta nos ayude a construir las estrategias de resistencia, puesto que con la incertidumbre “todo” esta por hacer.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 01 NOV 2018

Ambientes distópicos: Polaridad

Estuve repasando el fenómeno de la inversión de la polaridad del planeta, que hace que la orientación del campo magnético terrestre se intercambie: el sur magnético sería el norte y el norte sería el sur. Aunque por el momento no tendríamos porqué preocuparnos, puesto que estas inversiones se presentan cada millón de años aproximadamente, no deja de ser sugerente la metáfora que este intercambio nos presenta: debemos llevar las discusiones hasta el límite de la inversión.

Para nosotros ya no es extraño escuchar la palabra polarización, puesto que su uso se ha ido extendiendo en todos los ámbitos en los que nos movemos, a tal punto que parecería que sólo observamos nuestras realidades desde extremos opuestos siempre en tensión y contradicción.

Aupados a fenómenos externos, nuestra volatil volición se mueve temerosa e indecisa por cada uno de estos extremos para buscar identidades que nos ayuden a cohesionar las opiniones que tenemos. Es usual ver ahora, por ejemplo, blanco o negro, pero no ver las “zonas grises”, los diferentes matices que se despliegan de un extremo a otro.

Pasamos tanto tiempo en los extremos de una discusión, que estamos perdiendo la empatía de la compresión. Respondemos automáticamente a cualquier voz que consideramos contraría a nuestra opinión, que olvidamos que debemos escuchar antes de hablar: nuestro impulso vital se está diluyendo en defender los extremos y no en comprenderlos.

No deja de aterrar la facilidad con que acusamos al que piensa diferente y como nos ofuscamos porque no piensa como uno. Y es que en todo el planeta pulula este aire polarizador, que me hace llevar, precisamente, mi pesimismo al extremo y presagiar lo peor (como si el enojo o el pesimismo no se quedara en uno mismo).

Nacionalismo, corrección política, noticias falsas, son ejemplos de los marcos con los que nos quieren hacer mover y con los cuales se quiere aislar, por no decir anular, las “zonas grises” que hacen de nuestra vida, una vida llena de felices complejidades.

Llamar a la escucha sería un primer intento por invertir los polos para ver lo que pensamos si vamos en otra dirección, retomando las proféticas palabras de Joaquín Torres García cuando decía: “nuestro norte es el sur”. Debemos poner “patas arriba” las incomprensiones con las que nos enfrentamos a diario y tratar de ver las aristas que esta nueva polaridad nos daría, para así considerar desde esta nueva perspectiva, lo que hemos dejado de ver por estar en el extremo enlodado de nuestra opinión, que nos está dejando sin criterio y en ambigüedad.

Llamar a la humildad sería un segundo intento de inversión, para poder recibir las palabras de los otros sin que se sobresalte nuestra opinión, y para buscar los matices de lo opinado. (Situación compleja a su vez, porque los otros también creen y sobre todo quieren tener la razón).

Y por último, se debería llamar al equilibrio, para no simplemente pasar de un extremo a otro y olvidar en ese tránsito, el aprendizaje que nos permitió hacer esa inversión. Pues no es solamente dejar de decir blanco para decir negro, o decir negro en vez de blanco: es aprender que del blanco al negro hay un sin número de tonos grises que permite que un extremo sea el que construya con el otro.

La verdad no sé si la extrema polarización de la que me hablan todo los días me permita abandonar el pesimismo, pero podría invertir este pesimismo en optimismo, ya que de algo debe servir el estar en el país “más feliz” del planeta. Aunque decir esto podría ser un absoluto acto de polarizar una opinión. Pero qué más da: estamos polarizados desde hace muchos siglos, así que otro polo más no sumaría mucho.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 25 OCT 2018

Ambientes distópicos: Incertidumbre

¿Hay acaso algo más distópico que la incertidumbre? ¿No estamos llenos de incertidumbre y por eso pensamos que todo va mal y que estamos cada vez peor? Esto es algo que se podría pensar con más atención y ver, por ejemplo, que en la famosa y coloquial frase “todo tiempo pasado fue mejor” se esconde una absurda certeza que nos hace querer añorar la conservación de lo que suponemos fue estable y funcional. Sería más sano pensar, para evitar malentendidos y disgustos, que ese tiempo pasado siempre ha necesitado un cambio y que tal vez, los que estuvieron antes la pasaron peor de lo que estamos ahora.

Hay mucha incertidumbre con el alud de noticias que caen como piedras por todo el planeta, que nos hacen predecir que muchas de las conquistas que hemos ido sumado con estos años de “mejoramiento continuo” (¿sí hemos mejorado en algo?), pueden sucumbir por la repetición de lo macabro y lo falaz.

Noticias como la que se podría asomar al sur oriente de este continente, donde se puede repetir la más tóxica derecha en la administración de un país, esa derecha que gusta de poner en campos de concentración todo lo que no corrobore su ideal de orden “natural”; o esas noticias que se acumulan en este país “en marcha”, que ponen mantos y mantos de duda sobre la continuación de esta apuesta por la paz que ni siquiera se ha podido empezar a armar: la eterna y lucrativa guerra con la que algunos pocos quieren seguir dirigiendo las certezas de este país. Rob Riemen, en su libro Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo dirá, con cierto pesimismo, que el “bacilo de las ideas fascistas, que se instalaron una vez en Europa, permanecerá virulento en el cuerpo de la democracia de masas”.

¿Estaremos viendo asomar otra vez la llegada del fascismo? ¿Estaremos enfrentado nuevamente la perdida de las pequeñas estabilidades con las que ahora hacemos nuestras vidas?

Ya no puedo tener la certeza, sólo puedo tener incertidumbre, pues es ella la que nos permitirá ver los vectores de acción para comprobar si lo que ya hemos vivido volverá; o nos dará la opción de ver que sí hay maneras de contener este hilo recurrente de la historia, y que ese pasado que fue peor nos puede ayudar a enderezar ese camino que puede ser mejor.

Es ingenuo pensar que todo lo que se ha hecho antes, es la culminación de una continua e infinita línea de “mejoramiento” en el aprovisionamiento de nuestro estar humano en el mundo. Pero también es ingenuo pensar que nuestra agencia no es lo suficientemente fuerte para alejar cualquier halo de determinismo, ya sea este económico, cultural o social.

La incertidumbre nos lleva a pasar del pesimismo al optimismo, pues en momentos de indeterminación, en esas “zonas grises” donde aún no se ha terminado de estabilizar una nueva pero recurrente idea, es cuando nuestra agencia debe tomar el liderazgo y así mostrar las posibles opciones que se dejan de lado, que estamos haciendo a un lado, para convertirlas en certezas.

Si tomamos la utopía para partir, puede ser oportuno ponernos “en marcha” y seguir esa bonita idea que al parecer se está volviendo costumbre, otra vez, de marchar cada ocho días por la educación pública de todos y para todos, para movilizar también las certezas de la democracia a ver si dejamos de totalizar el gobierno o para movilizar y estabilizar en nuestra belicosa alma las certezas de la paz: sólo se puede combatir la pesadez la incertidumbre con la agencia de nuestras ideas, con el querer que “todo tiempo futuro sea mejor”.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 18 OCT 2018

Ambientes distópicos: Público

En los últimos meses se ha ido agitando, una vez más y poco a poco, una apuesta de reflexión y de exigencia por la financiación de las universidades públicas, que tiene un punto de inflexión con el llamado a la movilización del pasado 10 de octubre. Se espera que esta movilización permita poner en la “voz de todos” un tópico que por general sólo se habla en “voz baja” y en momentos donde la tensión se pone de manifiesto.

No es la primera vez que las universidades hacen estas convocatorias masivas bajo una sola consigna: la defensa de la universidad y de la educación pública. Cada cierto tiempo esta necesaria reiteración (re)aparece para gritar lo más fuerte posible, al cada vez más indolente público, para ver si esta vez sí presta la atención y deja de mirar sin estupor, cómo se deshace uno de los más estructurales y fundamentales pilares del sostenimiento de una comunidad: lo público y su educación.

De la educación y lo público ya ni se habla. Su discusión se está sacando de las esferas “públicas” y hasta se está proscribiendo de las discusiones del congreso: “30 segundos niña y termina”. ¿Dónde se están quedando ahora estas discusiones?

Desde hace varias décadas se está en una carrera desaforada por desfinanciar todo lo que se perciba público. Se busca con “todos los medios de lucha” agotar el bienestar común para dejar que este se torne bienestar de unos pocos. Se invoca hasta la saciedad en eslóganes y paradigmas, que esto o aquello se hace para “todos” –la paradoja del todo-, pero, sin excepción, ese “todos” termina en beneficios de unos pocos. Pareciera que la exclusión marca el derrotero de muchos gobiernos, y en Colombia, lo es desde la fatídica y apocalíptica, distópica por no decir más, frase del gobierno Gaviria: “Bienvenidos al futuro”.

Ese futuro, nuestro futuro, es el que se torna hoy más espeso y difuso. El desprestigio de lo público y del público, hace que se comente ligeramente que toda institución pública, que sí es de todos, es una institución de malhechores, y más si esa institución pública es de educación. Grave error.

La bienvenida apocalíptica a este, nuestro futuro, se da por la depredación pública de lo público: colusión, concusión, corrupción. Los funcionarios de una comunidad estatal, sus ciudadanos, nos estamos uniendo para aprender a desaparecer lo que no es público. Y es que con lo público hay tantas incomprensiones, que en las mismas universidades –esas que son públicas- hay quienes piensan que porque es “público no es de nadie”, y por eso dañamos, ensuciamos, abandonamos: hago uso de lo público sólo para mi conveniencia. Lo público no se cuida, lo privado sí. Cuido “mi” casa, pero no cuido “la” calle. Imperdonable error.

Ya viene siendo hora, con este grito altisonante por el cual fuimos convocados por las desfinanciadas universidades públicas colombianas, de movilizarnos y de encender la discusión pública, para que lo gritado se vuelva el grito de ciudadanos atentos al cuidado de lo que ha sido construidos por los de arriba, los de abajo, los del centro, los de un lado, los del otro.

Debemos recordar y nunca olvidar, que es con el trabajo mancomunado de todos que nuestra existencia es posible y, como todos contribuimos, pues todos debemos cuidar. Por eso debe ser este, otro de los momentos que nos permitan ver que nuestros esfuerzos diarios por construir lo que es de todos, pueda ser usado por todos; y que para educar y aprender sólo basta con compartir este esfuerzo, y así exigir la financiación de la institución que mejor refleja este sentir: la institución pública de educación.

Por eso a gritar, no sólo en marchas y movilizaciones, sino con nuestras acciones cotidianas: ¡Yo defiendo la educación pública!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 11 OCT 2018

Ambientes distópicos: Levedad

Una vez una amiga me dio una definición de imagen con la cual estoy muy prendado. Me dijo que para John Berguer, una imagen se presenta cuando hay una detención de nuestra cotidianidad por alguna situación inesperada. Por eso cada tanto, esas imágenes producto de una detención, nos acompañan. Se detiene nuestro quehacer diario con situaciones que nos alegran, emocionan o entristecen. También nos detenemos cuando nos enfrentamos a la enfermedad y a la muerte.

Pensé en estas imágenes que aparecen con las detenciones y, al hacerlo, me llegó volando la palabra levedad. No se muy bien porqué se dio esta relación, pero sí sé que esta cualidad de lo leve va mucho en lo que nos debería atar a la vida, puesto que pareciera que estamos ya atafagados con un sin par de oficiosas rutinas que hacen que nuestro tiempo diario se agote rápidamente.

Creo que deberíamos dar a nuestro diario vivir un rasgo más ligero. Lo difícil es saber como hacerlo. ¿Lo haríamos si viviéramos con sólo los objetos estrictamente necesarios? ¿O si dejáramos de acumular emociones y preocupaciones? ¿O si nos moviéramos lento? O tal vez, ¿si habláramos más con nuestras interfaces primarias? La verdad es que no sabría qué hacer para vivir más leve, pero entre todos deberíamos hacer un intento por pasar los días sin tanto peso, haber si con ello dejamos de dejar.

Dejar de guardar esas imágenes que nos imaginamos con las prótesis fotografiadoras móviles, por ejemplo, con las cuales llenamos cuanta unidad posible de almacenamiento que tenemos a la mano, y que por no ser imágenes producto de una detención, no las podemos guardar en nuestro cuerpo. O dejar de guardar, con esa manía capitalizada y acumulativa, experiencias poco experienciables que nos tratan de poner en nuestro ámbito de atención consumista, para simplemente, depredar con fotografía.

Volver quizás, a esa acción tan olvidada ya del contemplar, que hizo, por ejemplo, que apareciera lo que llamamos paisaje; y mirar con detenimiento aquello que nos alegra, emociona o entristece, para augurar y llenar nuestro cuerpo de aquello que siempre va a estar con nosotros: imágenes que nos detienen, que nos cuestionan, que nos hacen flexionarnos sobre nosotros mismos para ver, nuevamente, las situaciones con las que nos atravesamos día a día.

Cuando contemplamos podemos llevar con nosotros menos peso, porque lo que se guarda, lo guardamos en nuestro cuerpo, que llevamos diariamente y del cual casi nunca podemos escapar. Si guardamos de esta manera, podemos tener las experiencias siempre a nuestro alcance, pues ellas ya estarían para siempre con nosotros. Hagamos de nuestro cuerpo una unidad de almacenamiento de imágenes que nos detienen.

¿Intentamos? Vamos a contemplar para ver si tendremos un poco de eso, de

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*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 04 OCT 2018

Ambientes distópicos: Vote por mí

Cada cierto tiempo se presentan grandes convulsiones que nos ponen a hablar, discutir, conspirar y, no menos importante, tratar de “arreglar el mundo”, sentados eso sí, en nuestros más cómodos parapetos cotidianos. Nos revolvemos en argumentos por tratar de proyectar nuestros deseos en tal o cual persona que, a nuestro juicio, será la mejor opción para liderar procesos o instituciones.

Así sucedió este año cuando fuimos convocados a las urnas para elegir senadores, representantes y, no más que el presidente de este país –país que parece que se va a quedar sin adjetivos que lo puedan calificar. Fueron meses y meses intentando entender de que va cada uno de los candidatos, en tratar de dejarnos influir por sus palabras, en saber si nuestro “ideal” de país por fin se puede poner a andar.

Ahora, que ya pasó toda esta convulsión electoral y que el nuevo congreso y el nuevo presidente viejo ya están “funcionando”, ahora que aún no sabemos si los que toman esas decisiones nos dieron una mala jugada; me veo envuelto, otra vez más, en esa convulsa situación electoral –como si las elecciones fueran eternas- en la universidad donde hago las veces de profesor burócrata.

Y como si no hubiera sido suficiente todo ese desgaste emocional electorero del semestre pasado, tengo ahora que ver y sentir la convulsa comezón que se agita con cada elección. Eso sí, en una escala micro, esa escala que permite saber con mejor intuición como es que se hacen las componendas conspirativas que buscan arrebatar un cuartico de aquí, un cuartico de allá.

Con cada elección se pierde un poco de nuestro futuro, ya que al darle nuestro apoyo a este o aquel candidato, lo que hacemos es tentar nuestra suerte, puesto que, por esa experiencia tan típicamente colombiana, lo que dice un candidato casi nunca es lo que hace cuando está ya en ejercicio de sus funciones.

Podría usar algunas metáforas que describan esta inusual situación, pero me gustaría pensar mejor en que podemos tomar mejores decisiones cuando nos acercamos a depositar un apoyo a un candidato, en que podemos retar lo instituido haciendo que los candidatos elegidos respondan por sus acciones y rindan cuentas de sus decisiones exclamadas, que nosotros como electores le damos un voto de confianza a la persona elegida, y que este voto de confianza se convierte en que nosotros realmente somos los jefes de ellos. Lo triste es que siempre olvidamos esta parte y nunca ejercemos nuestra jefatura política que ganamos cuando vamos a elecciones.

Y como soñar no cuesta nada, quiero soñar que los vicios que se dan tercamente en la mayoría de las elecciones de este país se aparten de las elecciones que se van a dar en la universidad donde trabajo y que, por primera vez, se pueda elegir un proyecto, en este caso de universidad, y no elegir un candidato que continúe buscando cuarticos aquí o cuarticos allá.

Pero si mi sueño se convierte en pesadilla, es por que no hemos aprendido nada con estos siglos y siglos de elecciones, en donde elegimos padres, barrio, ciudad, departamento, país, religión, música, pareja, amigos, profesión, etcétera y etcétera. Seremos unos candidatos y electores del fracaso que conspiramos con nuestra suerte futura para vernos peor que ayer o, mejor que mañana, nunca se sabe.

Y como el pesimismo me embriaga desde las últimas elecciones, me voy a soñar con La Pestilencia, haciendo sonar una y otra vez su canción Vote por mí.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 27 SEP 2018

Ambientes distópicos: Agenda

Hay algunas palabras que con el tiempo sigo intentado comprender muy bien de qué van. Una de ellas es la palabra agenda; y después de ver como reviven temas que incautamente habíamos dado por superados, no puedo dejar de echarle un poco de atención a ese mundo semántico influenciador.

Creo que no soy el único que, cuando escucha la palabra agenda, hace una relación con esos cuadernos, generalmente de pasta dura y acolchados, en donde se suelen anotar las actividades que se realizarán durante los próximos días. Citas, reuniones, recordatorios y apuntes son puestos más o menos ordenadamente en estos cuadernos.

Yo personalmente, he hecho un salto cualitativo y ahora suelo usar la agenda que nos provee el tan omnipresente Google, para esos menesteres de recordar mis reuniones, clases y demás. (De por sí, como otros teóricos de la conspiración, creo que Google ya ha agendado algo especial para mí).

He ido aprendiendo que llevar en un cuaderno el ordenamiento de nuestras actividades no es el único uso que se tiene de la palabra agendaCuando supe que las cadenas masivas de información también tienen agendas -en las que no anotan sus actividades diarias, por supuesto-, que usan para crear tendencias o para construir ese perverso “estado de opinión”, como subrepticiamente lo denominó un expresidente eterno hace unos años, fue que pude ampliar la definición inicial que tenía de esta palabra.

Con estas agendas, las cadenas masivas de información, especialmente, organizan los temas que se “deben” tratar y con los cuales nosotros, por obligación mediática, debemos prestarles atención. Así se suele revivir temas en periódicos, radios y televisiones para posicionar una agenda específica, que por estos días se está convirtiendo en una agenda conservadora que pulula por todo el planeta.

Dos temas específicos me llaman la atención cuando reviso las noticias del periódico: uno, el afilado intento por hacer creer que las drogas ilícitas, y especialmente un tipo de ellas, se tomaron nuestras vidas y nuestra infancia (¿no habíamos superado ya las drogas?); y dos, que el comunismo (ese supuesto “mal” que crearon en EE.UU. a mediados del siglo pasado) no ha desaparecido de Colombia y que por ello, el mundo de la guerra contra él no ha acabado y que se debe seguir alimentando esa fratricida, amañada e interminable guerra en las que hemos estado en los últimos 50 años, como lo decía en estos días una de las tantas arrobas de Twitter que leo constantemente.

Siempre sorprende ver la facilidad con que se doblan los códigos deontológicos para prefigurar y producir un consenso, el cuál permite que ideas específicas se conviertan en realidad. La pregunta aquí es sí con estas agendas se logrará que la dosis mínima sea otra vez castigada o si seguiremos aceptando que nos matemos unos a otros.

No en vano desde hace unos años se ha ido reflexionando con atención sobre los modos como un tipo específico de agenda, conocida como “noticias falsas”, ha doblado el consenso para que ideas variopintas se tomen nuestro fervor y logren que, en el caso del plebiscito por la paz, “saliéramos a votar emberracados”.

Con esto se puede pensar que como humanos somos fácilmente influenciables, pero no lo es. Para evitar caer presa de una agenda, debemos usar las condiciones críticas que permitan filtrar, con la sabiduría del escepticismo, toda la información que recibimos mediáticamente y que nos llevan a estados de conmoción, por no decir de excepción. Debemos activar las alertas que nos permitan detectar las noticias que no buscan formarnos, sino deformarnos en una permanente noticia falsa.

Ya viene siendo el momento que construyamos nuestra propia agenda, que nos permita ser parte determinante del cambio. Ya viene siendo hora de que nos agendemos.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 20 SEP 2018

Ambientes distópicos: Perder la memoria

Muchas veces una sensación de ambigüedad me atraviesa ante situaciones que, perfectamente, pueden situarse dentro de los discursos que se reconfiguran para hacernos percibir de otra manera. Los humanos nos la pasamos yendo de un lado para otro con nuestros pensamientos, y estos a su vez, se van adecuando a las nuevas vicisitudes que se nos atraviesan con el correr de las épocas. Por ejemplo, hace unas décadas fumar era un hábito popularmente distinguido. Hoy, es proscrito atreverse a encender un cigarrillo en nuestra propia casa.

Hace unos años sentí ambigüedad cuando veía con asombro, que iba de lo estético a lo ético y de lo ético a lo estético, el documental Paisajes transformados (Manufactured Landscapes), en el que Jennifer Baichwal muestra el trabajo fotográfico de Edward Burtynsky  sobre paisajes que son drásticamente modificados por las apuestas industriales del capitalismo.

Igualmente sentí ambigüedad cuando conocí la serie de fotografías Midway de Chris Jordan: no podía dejar de pensar en la belleza que se puede encontrar en la mezcla de materiales orgánicos e inorgánicos y en las huellas que deja la descomposición del cadáver de un ave, por un lado; y por el otro, en lo éticamente cuestionable que es el no saber que hacer con los productos –el tan usual y práctico plástico- que producimos a granel y que termina haciendo innumerables estragos a esta población de albatros en las islas Midway.

La semana pasada al enterarme, con el estupor que produce lo irreparable, del incendio que se produjo en el Museo Nacional de Brasil, volví a sentir una ambigüedad que navega por el territorio de la memoria y del recordar que somos seres condenados a desaparecer. En otras palabras, sentí una ambigüedad por lo estético y ético del infinito.

Produce tristeza ver que el esfuerzo museístico con el cual confiamos construir un relato más o menos ordenado de lo que seremos, somos y hemos sido, se convierta en un manojo de cenizas por la desidia de la mayoría de los gobiernos. También, produce escozor saber que, en algún momento de nuestra historia, todo lo que consciente o inconscientemente hemos dejado como humanos, vaya a desaparecer. (Bueno, sí, eso será en unos buenos miles de años, pero es algo que no podemos dejar de lado tan fácilmente; y más, cuando olvidamos tan rápido lo que pasa y cuando dejamos de ver las huellas que quedan detrás, como las del día de ayer).

Y aquí aparece para mí la bella contradicción: estamos atados a querer guardar cosas para preservar nuestra memoria, pero esa memoria, al final, va a desaparecer.

Un museo como el Museo Nacional de Brasil puede, con sus ruinas, convertirse en un museo a la desaparición de la memoria. Un museo que nos recuerde que, la cultura está hecha de materia simbólica, la cual –así intentemos torpemente guardarla y ponerla en un solo lugar- desaparece de nuestro presente, en este caso, por el voraz aliento del fuego.

La desaparición de la memoria no deja de tener para mí un encanto poético, ya que me recuerda que toda la historia que hemos dejado detrás, día a día, será arrasada por el olvido, justo en ese momento en que nadie recuerde lo que ha sido (como la segunda muerte de la que hablaban en la película Coco).

En momentos como estos, cuando se nos recuerda de qué está hecha la cultura, debemos saltar la historia, perder la memoria que nos domina y volver a construirla. Es un movimiento riesgoso, pero la historia y sus narradores siempre serán de aquellos que estén dispuestos a narrar. No hay mas que tomar los fragmentos que han quedado, y a partir de ellos, como lo haría Glauber Rocha alguna vez con su documental “Historia de Brasil”, montar nuevamente la fragilidad de la memoria que nos acompaña.

Quizás invoquemos cada tanto que es necesario recordar lo que hemos sido, erigiendo museos; pero también es necesario volver a pensar que todo lo que somos no será más, siendo cada vez más urgente concentrarnos en lo que se presenta en nuestro presente.

Por eso no deja de ser ambiguo y paradójicamente bello, el que de vez en cuanto, se nos pierda la memoria, para volver a encontrarla. Debemos pensar que en este ejercicio podremos al fin, saber que somos, saber de qué estamos hechos.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 13 SEP 2018

Ambientes Distópicos: Colabórame

Solemos manifestar nuestras frustraciones buscando elevar nuestra autoestima. Este es un gesto de distracción que ayuda a canalizar el enojo que aparece cuando somos obligados a dejar de lado nuestros caprichos.

He estado pensando recurrentemente en esto, desde que se votó la consulta popular con las famosas 7 preguntas –7 veces sí– que intentaban enviar algún tipo de mensaje a una, cada vez más, confundida clase política que pareciera ya no saber muy bien como ganarse las voluntades de unas personas, que por fin (¿por fin?) estuviéramos despertando de la pesadilla de saber que eso que llamamos con mas fuerza “nuestros impuestos”, se diluyen en lo que conocemos como corrupción.

Mi pensamiento sobre la corrupción cae en leer todas las semanas las noticias y las opiniones, que repiten hasta la saciedad, que esta malformación comportamental irrumpe sin cesar en todas las esferas de una sociedad; y también en pensar que muchas de las miles de acciones que realizamos día a día, están permeadas por esta manera tan propia de actuación, que nos persigue sin piedad y sobre todo nos recuerda que aunque aparentemos somos incólumes ante esta malformación, estamos a merced de sus vaivenes.

En los últimos días, me he enfrentado con situaciones que me han hecho recordar que, evidentemente, no somos incólumes. En los gestos más mínimos se esconden siempre verdades que permiten reconocer que las actuaciones que aquejan el funcionamiento de un estado, por ejemplo, se forman en el grado de permisividad con el cual aceptamos que las pequeñas normas con las que interactuamos unos a otros, se redirijan a favorecer a alguien. Y esto sucede muy a menudo cuando se usa el tan maltratado verbo colaborar.

No es más que escuchar alguna conjugación de este verbo para intuir que el que lo menciona está buscando algún tipo de favorecimiento específico. En el ambiente burocrático escolar, por el que me muevo últimamente – los envidiosos dirán que estoy formateado en un cuadrado, deformado en un triángulo que siempre vuelve a su forma circular–, es usual recibir visitas y mensajes de todo tipo solicitando mi “colaboración” para que ese asunto que sobrepasa los limites de lo establecido, tenga un trato especial, preferencial, para que pueda seguir su trámite sin ningún atisbo de demora y negación. Y muchas veces, como lo decía al inicio, al expresar las mágicas palabras que ponen en orden los limites establecidos, aparece el enojo que busca ordenar la maltrecha autoestima de quien no recibió la tan anhelada colaboración.

Creo que esta es nuestra costumbre: enojarnos porque no se cumplen nuestros caprichos. Queremos que las normas se cumplan, pero solo para los demás, pues buscamos que ellas se adapten a nuestras emociones y sentimientos. Si hoy amanecimos enfermos, esperamos que las normas se comporten como nuestra enfermedad, y nos esperen hasta que nos sintamos mejor.

No soy el único que piensa que esta malformación comportamental nos afecta como sociedad. Adolfo Zableth también lo hizo en su columna publicada en el periodo El Tiempo el 1 de septiembre de 2018.

Cuando terminé de leerla, recordé un sin número de ejemplos que he conocido, en los cuales se muestran que personas que viven en otras latitudes no suelen tener la costumbre que nosotros tenemos aquí de rogar –y si el ruego no funciona, de  enojarnos– porque encontramos la puerta del salón cerrada al llegar tarde a clase –¡Nos están negando el derecho a la educación!; cuando el plazo para recibir el documento ha vencido –¡Psicorrígido!; o cuando se busca presionar abusando de la jerarquía –Solicito su colaboración.

Creo que ahora, cuando ser corrupto pareciera estar de moda, es urgente atizar más los límites y subirlos, a lo South Park en su capítulo “Subiendo los niveles”, para cumplir con lo que nosotros hemos acordado como normas para nuestra sociedad, pues es ella la que termina tolerando la malformación de sus comportamientos. Sí, no más que eso, cumplir. ¿Es mucha psicorrigidez?

*Publicado originalmente en lapipa.co el 06 SEP 2018