Ambientes distópicos: Academicus…

Y en un año como este de 2018, ¿aún podemos hablar de academia? Lo pregunto, para ver si sólo soy yo el que piensa que la palabra academia se ha vuelto un comodín que pone en tensión un sin número de situaciones que a la postre, no pareciera que tuvieran mucho que ver con la “academia”, esa idea que retoma el mundo renacentista con la intención de crear espacios de discusión para personas con diferentes intereses de conocimiento.

Con los años, la palabra academia ha terminado haciendo referencia al mundo universitario y a todo lo que allí sucede, y es ahí donde su uso se torna un poco opaco.

Lo consideré así, cuando escuché a una estudiante referirse con la palabra academia a la labor que surgía de cada una de las asignaciones con la que contaba su plan de estudios: lecturas, escritura de ensayos, preparación y presentación de evaluaciones; y lo considero así ahora, cuando la palabra academia se usa como argumento para defender o enaltecer una postura dentro de una discusión, lo que es muy usual en los espacios universitarios que frecuento.

Puede ser que mis consideraciones estén erradas, pero además del uso particular que en las artes se hace a esta palabra –la academia francesa estableció todo un sistema de enseñanza de las artes que aun hoy pervive en muchos de los currículos de los programas de artes-, academia o académico siempre se me ha presentado como ese placer de discutir, de crear discursos, de discurrir por el conocimiento, tratando de llevar al máximo los aprendizajes que se hacen de un tema específico.

Pero, hay que decirlo, estamos olvidando el placer de discutir. Cada vez es más latente que no queremos escuchar las propuestas que se ponen a consideración, y cuando se hace, solo se busca debilitar lo propuesto, acudiendo a las consabidas falacias o contra-argumentando desde taimados intereses particulares. Y mucho de lo que queremos discutir, se quiere validar acudiendo a expresiones tales como: “esta es una discusión académica”, “nos caracterizamos por tratar académicamente los temas”, “no hay argumentos académicos”.

Insisto: muchas veces el uso de la palabra académico enmascara, precisamente, la falta de argumentos. En un espacio académico se debe examinar con cuidado y atención el tema que se pone a consideración, quizás sólo por el placer de conocer y de aprender, ya que la academia, como uno de los lugares de conversación, permite que se amplíen los conocimientos que hemos construido y acumulado. De ahí la importancia de los discursos, que se expanden (discurren) con el trabajo colaborativo y la emoción que suscita el tratar de comprender el pensamiento de los otros.

En mi caso particular, debo mucho de lo aprendido por dejarme permear del especial estado de discusión que se da en el mundo académico, como lo fue cuando quise controvertir el argumento que esgrimió un colega en una oportunidad: la respuesta tomó unos años, sí, pero pude contra-argumentar e intentar rebatir lo expuesto inicialmente por él.

Este es el espíritu de la academia que debe primar y el que debemos defender en el mundo universitario. Hay que alejar la necedad que hace ebullición en todo espacio de discusión, proscribir la estupidez que grita falacias para legitimar privilegios y abolir la fanfarronería narcisista que debilita una argumentación.

¡A discutir se dijo!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 06 DIC 2018

Ambientes distópicos: (Em)poder(ados)

La primera vez que leí la palabra empoderar tuve una pequeña desazón: no lograba comprender muy bien su sentido y su lectura no me generaba empatía. Desde la época escolar sólo había estado relacionado con la palabra poder –de la que ya tenía una construcción semántica que me garantizaba legibilidad en su uso- y la irrupción de esta nueva palabra, me hizo arañar esfuerzos de compresión que muchas veces no fructificaron. De hecho, llegué a considerar que se debería hacer una campaña para evitar su uso; campaña que se convirtió en enojos airados cuando escuchaba o leía esta palabreja.

Posteriormente pude constatar que esa palabra, en su acepción actual proviene del vocablo inglés empower –como lo reconoce el diccionario de la RAE- y de esta lengua recoge su sentido (empowerment) de reivindicación y de tener autoridad para tomar decisiones o para actuar.

Y en este punto me gustaría detenerme un poco, ya que siento que en nuestras relaciones diarias se presentan malcomprensiones con los usos (y abusos) de la palabra “poder”, las cuales no están alejadas de las semantizaciones que se generan al usar la palabra “empoderar”; y también, por la confusa relación que heredamos de las “posibles” manifestaciones del poder y de nuestra particular manera de relacionarnos con él, que hace que unas personas piensen con estulticia y malquerencia, por ejemplo, que todos los que asumen cargos de dirección lo hacen porque “están detrás del poder”, olvidando que estos cargos de dirección casi nunca se quieren asumir, precisamente, por el temor que produce la sola idea de tomar una decisión o de simplemente organizar o liderar.

Del poder todos hablan pero pocos saben como ejercerlo. Queremos que el poder se manifieste sin desvaríos, pero sólo en los casos en los que las decisiones que se tomen sean cercanas a las ideologías que defendemos. Si no es así, se trata por todos los medios posibles (esa contradictoria idea de juntar “todos los medios de lucha”) de hacer ver –o expresar siguiendo lo que nos propone la ya vieja idea de la posverdad- que el que ejerce el poder lo hace, sólo para denostar mi postura, para acallar y destruir las posibles relaciones que se dan entre un grupo de personas, en una institución, en un país.

También es cierto que, en algunos casos, el sólo ejercicio del poder –esa toma presuntiva de decisiones- lleva (lo podemos decir así) a empoderar al que lo ejerce, tornándolo un déspota, puesto que se piensa que estar en el poder es acumular ventajas y privilegios particulares y egocéntricos, pero no dirigir o agenciar. De ahí que también nos hemos acostumbrado a frases del tipo “el que manda manda, aunque mande mal”. Este tipo de ejercicio que se presenta cuando el que detenta el poder lo usa para la búsqueda de ventajas y privilegios, es el más nocivo que podamos conocer, puesto que socava la estructura de confianza en la que se basa nuestra cohesión como comunidad.

Lo que debemos pensar es que el poder es una facultad que nos permite adquirir conocimientos sobre las relaciones que se derivan del rol que estoy ejerciendo, ya sea este como ser humano, hijo, hermano, padre, profesor, secretario, rector, juez, presidente o fiscal, para no dejar por fuera de nuestra atención, la perversa defraudación a nuestra confianza que se nos presenta con las innombrables acciones que rodean al “actual Fiscal General”.

Y es con los conocimientos adquiridos que se puede, en lo más profundo de mi individualidad, considerar las opciones y posibilidades que emergen de las facultades dadas, discernir y así tomar una decisión. Es importante tener presente que las facultades que nos son confiadas, pueden ser usadas positiva o negativamente, como cuando se decide con autoritarismos; y que el conocimiento que adquirimos en cada uno de los roles que ejercemos, nos permiten crear los criterios necesarios para cuidar de nuestras acciones.

Hay que sacudirnos de la corrupción (semántica) que se ha instaurado en la palabra poder, y volcar en ella el sentido de la responsabilidad, ya que el poder sólo es poder cuando se ejerce, y en su ejercicio, se debe buscar siempre la impecabilidad de nuestras acciones. Si somos responsables de nuestra acciones, tendremos el “poder” y por tanto, las facultades necesarias, para hacer las exigencias que se requieran, exigencias que en un país como Colombia, son muchas.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 29 NOV 2018

Ambientes distópicos: Insolvencia

En estos últimos días mi cuerpo se está llenando de una desazón indescriptible. Puede ser el estado de absoluta detención en que se ha convertido la anormalidad de las clases de la universidad en la que profeso; o tal vez, lo horrible que es ver la falta de moral y ética en la justicia colombiana –como si esto no fuera ya normal-; o puede ser tal vez, los sofisticados embustes que se arman con las reiteradas reformas tributarias, que sólo buscan tapar los huecos en los presupuestos, pero no redistribuir estas imposiciones para el bien común.

Con estas posibilidades, no habría escapatoria para considerar que en la famosa frase “todo tiempo pasado fue mejor” se esconde una fatal verdad. Pero, como bien sabemos, esos pasados a los que se refiere esa frase son pasados en los que ya se percibía que todo iba mal y que, para intentar conjurarlos, fue que se propuso esa máxima explicativa: siempre consideramos que lo presente está mal y por eso ponemos el espejo retrovisor, para sacar de lo conocido una posible explicación a lo desconocido. Y esto es lo mejor de pensar en retrospectiva.

Y, en retrospectiva, no es extraño aventurar una idea y decir que estamos atravesando por una crisis de solvencia: ya no tendremos nada o hemos estado perdiendo todo. Con el pasar de los días solo podemos presenciar la perdida de los abundantes criterios con los que nos enfrentamos a las aventuras cotidianas, ya que muchos de ellos se tornaron obsoletos: su efectividad fue trasfigurada por los efectos de su interacción, así como una gota de agua horada una roca.

La obsolescencia de los criterios hace que perdamos la dirección de nuestros deseos de bienestar y que nos enfrentemos a la desesperación por comprender en que momento, eso que era nuestro más preciado bien, ya no lo es. Por eso, suelo reiterar con cierta sorna que “ya no hay valores”, para ver si por una vez somos conscientes que tenemos que construir nuevamente los criterios con los cuales contener estos avatares que caen en cascada.

No será volviendo a clases que se superará la detención en la que nos encontramos, como tampoco lo será eligiendo fiscales ah doc para todas las incontables violaciones de los códigos y menos, poniéndole más imposiciones a nuestras exiguas ganancias, como lograremos entendernos como comunidad. Debemos pensar, como lo que dijeron algunos columnistas, que la corrupción no es el problema sino el síntoma de una sociedad que ha perdido la confianza en sus palabras: somos una sociedad insolvente.

Fantaseé un momento con esta idea de sociedad insolvente y surgió la imagen de un país que cerraba su funcionamiento durante unos días pero, como es normal en un país como este, el cierre se volvía permanente (ya recordarán lo que pasó con el impuesto ese del 4 por 1000). Con un país cerrado, insolvente, solo tendría cabida el arrojo para volver a comenzar o para, en el peor de lo casos, abandonarlo a su suerte, viendo como el movimiento entrópico vuelve “natural” todos los artificios que hemos creado.

Y con el abandono, ¿qué hacemos? No mucho. Para mí, lo único que se suma a la desazón, es la incertidumbre de la que he hablado ya en dos oportunidades en estas distopías que intento comentar semanalmente. Pero, en una ataque de optimismo que casi siempre me suele llegar para mejorar un poco la pesadumbre que vislumbro, debo decir que lo único que debemos tener por seguro, es que de la sumatoria de incertidumbres y desconciertos, se haran las utopías de las próximas generaciones.

No olvidemos que es el momento de empezar. Eso sí, no diciendo palabras vacuas como esas que dicen en los últimos días los que presiden este país: el futuro ya comenzó (¿el futuro no comenzó en el Bing Bang?), sino construyendo esos criterios actualizados que nos permitan ser solventes en confianza.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 22 NOV 2018

Ambientes distópicos: Conmemoración

“¿Qué es un siglo?” Con esta pregunta se abre el primer capítulo del libro homónino, que Alain Badiou, escribió en 2005 para intentar comprender la “pasión” que envolvió el siglo XX. Ahora, es una pregunta que podríamos intentar formularnos cuando se cumple, precisamente, un siglo (¡cien años!) de finalización de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra.

Durante estos cien años generaciones han presenciado un vertigioso cambio en sus modos de estar que, si de casualidad pudiéramos pasar unos días en 1918, no haríamos más que extrañar nuestras comodidades de este siglo XXI. Bueno, a decir verdad, sólo algunas. También, estas generaciones han presenciado grandes avances en diferentes campos del conocimiento humano, entre ellas las ciencias, las artes y las humanidades, campos que en el último siglo tuvieron su explosión y consolidación. Y también, a nuestro pesar, se produjeron dos guerras mundiales.

Es de vital importancia volcar nuestra escasa atención -últimamente envuelta en un sinfín de preocupaciones- en recordar las convulsiones que como sociedad, tuvimos que enfrentar durante los años que duró esta confrontación (1914 – 1918), y cuyos efectos se dejaron sentir durante las siguientes décadas, puesto que, al parecer, estamos nuevamente construyendo los consensos que llevaron al surgimiento de esas guerras, como lo alertaría el Secretario General de la ONU, António Guterres, durante la ceremonia de conmemoración de los cien años de finalización de la Primera Guerra Mundial, el pasado 11 de noviembre.

Y Guterres no es el único. De alguna u otra forma, estamos siendo testigos cómo, a través de los titulares de las cadenas masivas de comunicación, lo que creíamos superado -esa vana intención de manejar y neutralizar cualquier intento de totalitarismo-, se está tornando en una realidad a la cual aún no sabemos como reaccionar. Pareciera que las generaciones que se han formado en las últimas décadas, han perdido, y nosotros con ellos, la capacidad de generar los controles necesarios que eviten la conquista del fascismo y de la xenofobia: estamos estupefactos; estamos permitiendo que los extremos nos dominen otra vez de maneras casi invisibles.

Es importante no dejar pasar esta conmemoración -estos cien años de olvido- para detenernos a ver, a recordar, a re-vivir, las extremas consecuencias que se derivaron de esos 4 años aciagos de la Gran Guerra, y que trastocaron para siempre nuestro sentimiento de humanidad, haciendo más difíciles los procesos de reconciliación como el que se vive ahora en Colombia.

Recordar la devastación y la muerte que nos visitó por millones -y que inauguró esta indolencia moderna con la cual hacemos de lado lo que no queremos que nos importe- para intentar detener de alguna forma, la amenaza fantasma que se ha instalado en nuestras conciencias y que me hace atisbar, desafortunadamente, un abismo como esos que ya hemos visto en ese siglo pasado, que aunque pasado, no es lejano.

Termino este recordatorio, resaltando algunos versos del poema de Osip Mandelstam El siglo, poema que Badiou estudia en su libro sobre el siglo XX:

Siglo mío, bestia mía, ¿quién sabrá

Hundir los ojos en tus pupilas

Y pegar con su sangre

Las vertebras de las dos épocas?

El constructor de sangre a mares

Vomita cosas terrestres.

El vertebrador se estremece apenas

En el umbral de los días nuevos.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 15 NOV 2018

Ambientes distópicos: ¿De qué vamos?

Se siente escorzor cuando la rutina de la que se componen los -ordinarios- días, se ve rota por una universidad que abandona paulatinamente los salones de clases, y se desespera en las diferentes asambleas y reuniones, que algunos representantes intentan convocar, por ver si logran conmover, un poco, a esa mayoría siempre reticente a vincularse a cualquier movimiento, reticente quizás, a comprender realidades.

En las últimas semanas la universidad en la que trabajo pareciera que ya estuviera de vacaciones. Desde que se declaró la asamblea permanente con cese de actividades académicas, se ha ido sintiendo una inexplicable inmovilidad, que ya empieza a inquietar a casí toda la comunidad de esta universidad pública, que como la mayoría de ellas y en la educación pública en general, va camino a su extinción por la desidia de las administraciones de este país.

No es la primera vez que me enfrento a una situación similar. Ya desde mis primeros años como estudiante universitario, los paros, ceses de actividades y la anormalidad académica, se juntaban cada cierto tiempo para hacer parte de ese particular ambiente que se da en las universidades públicas: en ese momento como estudiante, en este momento como profesor.

De las declaraciones a cese de actividades académicas suelo perder la esperanza pronto, puesto que lo que inicialmente se demanda, recoge después demandas tan disímiles unas de otras, que desdibujan las líneas primordiales por las que se había llamado a la protesta. También, pierdo la esperanza cuando la anormalidad académica se vuelve sinómino de “vacaciones”, y pareciera que esta vez, no es la excepción.

Es que llegar a un salón de clases y que esté vacío produce mucha desesperanza. Se espera en un salón de clases para discutir, para pensar, para conocer; y como ahora nos exije este particular momento, el salón de clases nos espera para discutir, conocer y pesar las posibilidades de la educación pública, de una universidad con los recursos suficientes y necesarios para su funcionamiento este año y los próximos. Pero, si los que ahora estamos para activar estas discusiones no nos encontramos, será muy difícil poder articular mínimamente un consenso que permita redistribuir nuestros recursos para un bien común, para el bien público.

Se está olvidando (o ya lo olvidamos) que parte importante de nuestro deber como estudiantes y profesores es estár siempre presentes para el diálogo. Y esto debería ser un gran imperativo, máxime que es por nuestros impuestos que la educación pública está en funcionamiento. Si un profesor o un estudiante no está para el diálogo y la comprensión, se socava un poco más nuestra automonía con la cual se fortalece un país.

Tampoco debemos olvidar que antes que estudiantes y profesores somos ciudadanos, y como ciudadanos siempre deberíamos estar a la defensa del financiamiento de la educación y de lo público. No podemos simplemente entrar en “vacaciones” y olvidar el por qué estamos estudiando, el por qué estamos en un salón de clases, el por qué estamos en una universidad.

Pensé sobre esto en un momento muy similar de protesta al actual, cuando era profesor de hora cátedra -esa funesta figura de contratación que pulula en los ambientes universitarios- y escribía un breve texto que titulé En el salón (des)espero. Espero esta vez no desesperarme tanto mientras espero. Espero no preguntarle a un vacío salón de clases: ¿de qué vamos?

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 08 NOV 2018

Ambientes distópicos: Incertidumbre (2)

Me había alarmado por el cambio de rumbo que estaba cayendo por el mundo, con esos saltos en la dirección de algunos países que avizoraban compresiones que suponíamos superadas. Esa vez me alarmé con la victoria de Trump en las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. Ahora, me vuelvo a alarmar con mayor consternación, con la victoria de Bolsonaro en las elecciones a la presidencia de Brasil. Y, para mayor preocupación, creo que este tipo de alarmas no dejaran de sucederse.

No es fácil ver como ideas que hicieron mucho daño, que se intentaron conjurar con esfuerzos mundiales como la Organización de Naciones Unidas, vuelvan poco a poco -como si nadie quisiera la cosa- a instalarse en la opinión de muchos, que abren sus brazos, casi sin saber, a las formas más duras de una posible opresión. Es como si no conocieran las atrocidades que se cometen en los totalitarismos, como si la historia ya no llegara a ellos, como sí la falacia del eterno presente les nublara la vista.

Pero también hay que decir que estos cambios en los discursos no aparecen de la nada, se van consolidando poco a poco, dando retruecanos, actualizando formas, hasta que los toleramos, democráticamente si se quiere. Estamos confundidos en nuestras creencias, o el desarrollo de estas nos hace confundir al punto de querer lo que nunca queremos: estamos vivos de publicidad (como en Colombia, que durante la campaña se decía “menos impuestos, más salario mínimo” y ahora es “más impuesto y el salario sigue siendo mínimo”).

La aparatosa venta de discursos hace que compitamos por la atención de las palabras que más se ajustan a nuestros gustos, siendo así que las ideas de la recalcitrante “ultraderecha” se muestran para unos como una alternativa a un mundo que va mal (¿no siempre el mundo ha ido de mal en peor?): van con la convicción que con su opinión todo irá mejor.

Estamos vendiendo nuestras escasas conquistas al mejor postor. Soltamos alegres expresiones de libertad civil para dejar que los estados controlen más nuestras vidas, confinando nuestro pensamiento a las decisiones de unos pocos. Estamos alterando el porvenir con las distopías que se instalaron a mediados del siglo pasado. No puede ser extraño pensar que apenas iniciamos el camino para realidades como las que se muestran en la serie El cuento de la criada: estados-nación dominados por versiones oscuras de ideologías religiosas llevadas al extremo.

En Brasil, por ejemplo, las religiones cristianas de extracto más conservador, han estado durante años, silenciosamente, exportanto cultos y posicionando sus discursos más ortodoxos dentro de las grandes cadenas de comunicación masiva y dentro del aparato judicial. El domingo pasado, mientras se daba este salto de dirección, no dejaba de pensar que, precisamente, en Brasil podía empezar a construirse una nueva distopía, que con tanto afectos en otras latidudes, podría llegar a ser una distopía global.

También pensaba hace unas semanas, que la incertidumbre es de por sí distópica. Con lo sucedido este fin de semana, apareció una pésima incertidumbre que me incrementa en mí una sensación de pesismo: ahora soy yo quien piensa que todo va a empezar a ir mal. Eso sí, no ahora, por ahí en algunas décadas, que bien podría ser justo cuando se cumpla el primer siglo de inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Y como estamos llenos de incertidumbre, habría que esperar que ésta nos ayude a construir las estrategias de resistencia, puesto que con la incertidumbre “todo” esta por hacer.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 01 NOV 2018

Ambientes distópicos: Polaridad

Estuve repasando el fenómeno de la inversión de la polaridad del planeta, que hace que la orientación del campo magnético terrestre se intercambie: el sur magnético sería el norte y el norte sería el sur. Aunque por el momento no tendríamos porqué preocuparnos, puesto que estas inversiones se presentan cada millón de años aproximadamente, no deja de ser sugerente la metáfora que este intercambio nos presenta: debemos llevar las discusiones hasta el límite de la inversión.

Para nosotros ya no es extraño escuchar la palabra polarización, puesto que su uso se ha ido extendiendo en todos los ámbitos en los que nos movemos, a tal punto que parecería que sólo observamos nuestras realidades desde extremos opuestos siempre en tensión y contradicción.

Aupados a fenómenos externos, nuestra volatil volición se mueve temerosa e indecisa por cada uno de estos extremos para buscar identidades que nos ayuden a cohesionar las opiniones que tenemos. Es usual ver ahora, por ejemplo, blanco o negro, pero no ver las “zonas grises”, los diferentes matices que se despliegan de un extremo a otro.

Pasamos tanto tiempo en los extremos de una discusión, que estamos perdiendo la empatía de la compresión. Respondemos automáticamente a cualquier voz que consideramos contraría a nuestra opinión, que olvidamos que debemos escuchar antes de hablar: nuestro impulso vital se está diluyendo en defender los extremos y no en comprenderlos.

No deja de aterrar la facilidad con que acusamos al que piensa diferente y como nos ofuscamos porque no piensa como uno. Y es que en todo el planeta pulula este aire polarizador, que me hace llevar, precisamente, mi pesimismo al extremo y presagiar lo peor (como si el enojo o el pesimismo no se quedara en uno mismo).

Nacionalismo, corrección política, noticias falsas, son ejemplos de los marcos con los que nos quieren hacer mover y con los cuales se quiere aislar, por no decir anular, las “zonas grises” que hacen de nuestra vida, una vida llena de felices complejidades.

Llamar a la escucha sería un primer intento por invertir los polos para ver lo que pensamos si vamos en otra dirección, retomando las proféticas palabras de Joaquín Torres García cuando decía: “nuestro norte es el sur”. Debemos poner “patas arriba” las incomprensiones con las que nos enfrentamos a diario y tratar de ver las aristas que esta nueva polaridad nos daría, para así considerar desde esta nueva perspectiva, lo que hemos dejado de ver por estar en el extremo enlodado de nuestra opinión, que nos está dejando sin criterio y en ambigüedad.

Llamar a la humildad sería un segundo intento de inversión, para poder recibir las palabras de los otros sin que se sobresalte nuestra opinión, y para buscar los matices de lo opinado. (Situación compleja a su vez, porque los otros también creen y sobre todo quieren tener la razón).

Y por último, se debería llamar al equilibrio, para no simplemente pasar de un extremo a otro y olvidar en ese tránsito, el aprendizaje que nos permitió hacer esa inversión. Pues no es solamente dejar de decir blanco para decir negro, o decir negro en vez de blanco: es aprender que del blanco al negro hay un sin número de tonos grises que permite que un extremo sea el que construya con el otro.

La verdad no sé si la extrema polarización de la que me hablan todo los días me permita abandonar el pesimismo, pero podría invertir este pesimismo en optimismo, ya que de algo debe servir el estar en el país “más feliz” del planeta. Aunque decir esto podría ser un absoluto acto de polarizar una opinión. Pero qué más da: estamos polarizados desde hace muchos siglos, así que otro polo más no sumaría mucho.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 25 OCT 2018

Ambientes distópicos: Incertidumbre

¿Hay acaso algo más distópico que la incertidumbre? ¿No estamos llenos de incertidumbre y por eso pensamos que todo va mal y que estamos cada vez peor? Esto es algo que se podría pensar con más atención y ver, por ejemplo, que en la famosa y coloquial frase “todo tiempo pasado fue mejor” se esconde una absurda certeza que nos hace querer añorar la conservación de lo que suponemos fue estable y funcional. Sería más sano pensar, para evitar malentendidos y disgustos, que ese tiempo pasado siempre ha necesitado un cambio y que tal vez, los que estuvieron antes la pasaron peor de lo que estamos ahora.

Hay mucha incertidumbre con el alud de noticias que caen como piedras por todo el planeta, que nos hacen predecir que muchas de las conquistas que hemos ido sumado con estos años de “mejoramiento continuo” (¿sí hemos mejorado en algo?), pueden sucumbir por la repetición de lo macabro y lo falaz.

Noticias como la que se podría asomar al sur oriente de este continente, donde se puede repetir la más tóxica derecha en la administración de un país, esa derecha que gusta de poner en campos de concentración todo lo que no corrobore su ideal de orden “natural”; o esas noticias que se acumulan en este país “en marcha”, que ponen mantos y mantos de duda sobre la continuación de esta apuesta por la paz que ni siquiera se ha podido empezar a armar: la eterna y lucrativa guerra con la que algunos pocos quieren seguir dirigiendo las certezas de este país. Rob Riemen, en su libro Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo dirá, con cierto pesimismo, que el “bacilo de las ideas fascistas, que se instalaron una vez en Europa, permanecerá virulento en el cuerpo de la democracia de masas”.

¿Estaremos viendo asomar otra vez la llegada del fascismo? ¿Estaremos enfrentado nuevamente la perdida de las pequeñas estabilidades con las que ahora hacemos nuestras vidas?

Ya no puedo tener la certeza, sólo puedo tener incertidumbre, pues es ella la que nos permitirá ver los vectores de acción para comprobar si lo que ya hemos vivido volverá; o nos dará la opción de ver que sí hay maneras de contener este hilo recurrente de la historia, y que ese pasado que fue peor nos puede ayudar a enderezar ese camino que puede ser mejor.

Es ingenuo pensar que todo lo que se ha hecho antes, es la culminación de una continua e infinita línea de “mejoramiento” en el aprovisionamiento de nuestro estar humano en el mundo. Pero también es ingenuo pensar que nuestra agencia no es lo suficientemente fuerte para alejar cualquier halo de determinismo, ya sea este económico, cultural o social.

La incertidumbre nos lleva a pasar del pesimismo al optimismo, pues en momentos de indeterminación, en esas “zonas grises” donde aún no se ha terminado de estabilizar una nueva pero recurrente idea, es cuando nuestra agencia debe tomar el liderazgo y así mostrar las posibles opciones que se dejan de lado, que estamos haciendo a un lado, para convertirlas en certezas.

Si tomamos la utopía para partir, puede ser oportuno ponernos “en marcha” y seguir esa bonita idea que al parecer se está volviendo costumbre, otra vez, de marchar cada ocho días por la educación pública de todos y para todos, para movilizar también las certezas de la democracia a ver si dejamos de totalizar el gobierno o para movilizar y estabilizar en nuestra belicosa alma las certezas de la paz: sólo se puede combatir la pesadez la incertidumbre con la agencia de nuestras ideas, con el querer que “todo tiempo futuro sea mejor”.

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 18 OCT 2018

Ambientes distópicos: Público

En los últimos meses se ha ido agitando, una vez más y poco a poco, una apuesta de reflexión y de exigencia por la financiación de las universidades públicas, que tiene un punto de inflexión con el llamado a la movilización del pasado 10 de octubre. Se espera que esta movilización permita poner en la “voz de todos” un tópico que por general sólo se habla en “voz baja” y en momentos donde la tensión se pone de manifiesto.

No es la primera vez que las universidades hacen estas convocatorias masivas bajo una sola consigna: la defensa de la universidad y de la educación pública. Cada cierto tiempo esta necesaria reiteración (re)aparece para gritar lo más fuerte posible, al cada vez más indolente público, para ver si esta vez sí presta la atención y deja de mirar sin estupor, cómo se deshace uno de los más estructurales y fundamentales pilares del sostenimiento de una comunidad: lo público y su educación.

De la educación y lo público ya ni se habla. Su discusión se está sacando de las esferas “públicas” y hasta se está proscribiendo de las discusiones del congreso: “30 segundos niña y termina”. ¿Dónde se están quedando ahora estas discusiones?

Desde hace varias décadas se está en una carrera desaforada por desfinanciar todo lo que se perciba público. Se busca con “todos los medios de lucha” agotar el bienestar común para dejar que este se torne bienestar de unos pocos. Se invoca hasta la saciedad en eslóganes y paradigmas, que esto o aquello se hace para “todos” –la paradoja del todo-, pero, sin excepción, ese “todos” termina en beneficios de unos pocos. Pareciera que la exclusión marca el derrotero de muchos gobiernos, y en Colombia, lo es desde la fatídica y apocalíptica, distópica por no decir más, frase del gobierno Gaviria: “Bienvenidos al futuro”.

Ese futuro, nuestro futuro, es el que se torna hoy más espeso y difuso. El desprestigio de lo público y del público, hace que se comente ligeramente que toda institución pública, que sí es de todos, es una institución de malhechores, y más si esa institución pública es de educación. Grave error.

La bienvenida apocalíptica a este, nuestro futuro, se da por la depredación pública de lo público: colusión, concusión, corrupción. Los funcionarios de una comunidad estatal, sus ciudadanos, nos estamos uniendo para aprender a desaparecer lo que no es público. Y es que con lo público hay tantas incomprensiones, que en las mismas universidades –esas que son públicas- hay quienes piensan que porque es “público no es de nadie”, y por eso dañamos, ensuciamos, abandonamos: hago uso de lo público sólo para mi conveniencia. Lo público no se cuida, lo privado sí. Cuido “mi” casa, pero no cuido “la” calle. Imperdonable error.

Ya viene siendo hora, con este grito altisonante por el cual fuimos convocados por las desfinanciadas universidades públicas colombianas, de movilizarnos y de encender la discusión pública, para que lo gritado se vuelva el grito de ciudadanos atentos al cuidado de lo que ha sido construidos por los de arriba, los de abajo, los del centro, los de un lado, los del otro.

Debemos recordar y nunca olvidar, que es con el trabajo mancomunado de todos que nuestra existencia es posible y, como todos contribuimos, pues todos debemos cuidar. Por eso debe ser este, otro de los momentos que nos permitan ver que nuestros esfuerzos diarios por construir lo que es de todos, pueda ser usado por todos; y que para educar y aprender sólo basta con compartir este esfuerzo, y así exigir la financiación de la institución que mejor refleja este sentir: la institución pública de educación.

Por eso a gritar, no sólo en marchas y movilizaciones, sino con nuestras acciones cotidianas: ¡Yo defiendo la educación pública!

*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 11 OCT 2018

Ambientes distópicos: Levedad

Una vez una amiga me dio una definición de imagen con la cual estoy muy prendado. Me dijo que para John Berguer, una imagen se presenta cuando hay una detención de nuestra cotidianidad por alguna situación inesperada. Por eso cada tanto, esas imágenes producto de una detención, nos acompañan. Se detiene nuestro quehacer diario con situaciones que nos alegran, emocionan o entristecen. También nos detenemos cuando nos enfrentamos a la enfermedad y a la muerte.

Pensé en estas imágenes que aparecen con las detenciones y, al hacerlo, me llegó volando la palabra levedad. No se muy bien porqué se dio esta relación, pero sí sé que esta cualidad de lo leve va mucho en lo que nos debería atar a la vida, puesto que pareciera que estamos ya atafagados con un sin par de oficiosas rutinas que hacen que nuestro tiempo diario se agote rápidamente.

Creo que deberíamos dar a nuestro diario vivir un rasgo más ligero. Lo difícil es saber como hacerlo. ¿Lo haríamos si viviéramos con sólo los objetos estrictamente necesarios? ¿O si dejáramos de acumular emociones y preocupaciones? ¿O si nos moviéramos lento? O tal vez, ¿si habláramos más con nuestras interfaces primarias? La verdad es que no sabría qué hacer para vivir más leve, pero entre todos deberíamos hacer un intento por pasar los días sin tanto peso, haber si con ello dejamos de dejar.

Dejar de guardar esas imágenes que nos imaginamos con las prótesis fotografiadoras móviles, por ejemplo, con las cuales llenamos cuanta unidad posible de almacenamiento que tenemos a la mano, y que por no ser imágenes producto de una detención, no las podemos guardar en nuestro cuerpo. O dejar de guardar, con esa manía capitalizada y acumulativa, experiencias poco experienciables que nos tratan de poner en nuestro ámbito de atención consumista, para simplemente, depredar con fotografía.

Volver quizás, a esa acción tan olvidada ya del contemplar, que hizo, por ejemplo, que apareciera lo que llamamos paisaje; y mirar con detenimiento aquello que nos alegra, emociona o entristece, para augurar y llenar nuestro cuerpo de aquello que siempre va a estar con nosotros: imágenes que nos detienen, que nos cuestionan, que nos hacen flexionarnos sobre nosotros mismos para ver, nuevamente, las situaciones con las que nos atravesamos día a día.

Cuando contemplamos podemos llevar con nosotros menos peso, porque lo que se guarda, lo guardamos en nuestro cuerpo, que llevamos diariamente y del cual casi nunca podemos escapar. Si guardamos de esta manera, podemos tener las experiencias siempre a nuestro alcance, pues ellas ya estarían para siempre con nosotros. Hagamos de nuestro cuerpo una unidad de almacenamiento de imágenes que nos detienen.

¿Intentamos? Vamos a contemplar para ver si tendremos un poco de eso, de

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*Publicado originalmente en http://lapipa.co/ el 04 OCT 2018